De acuerdos y pactos preexistentes

Por Eduardo Ingaramo

De acuerdos y pactos preexistentes

Nuestro país, antes de declarar su independencia, construyó un acuerdo previo: la Asamblea de 1813, en la que se prepararon las condiciones constitucionales que, en 1816, dieron lugar al Congreso de Tucumán. En ella se excluyó la fidelidad a Fernando VII y se dispuso la libertad de prensa, la libertad de vientres, la extinción del tributo, la mita, el yanaconazgo y el servicio personal, la supresión de los títulos y signos de nobleza, y la eliminación de los mayorazgos, todas instituciones coloniales que quedaron obsoletas ante la “búsqueda democrática”.

Cuarenta años después, en 1852, las “Bases y Puntos de Partida para la organización política de la República Argentina”, de Juan B. Alberdi, planteó un sistema de gobierno representativo, republicano y federal que dio lugar a la Confederación Argentina y la primera Constitución Nacional, que no incluía a Buenos Aires. Su máxima, compartida y ampliada por Sarmiento, fue “gobernar es poblar”.

En 1859, luego de la Batalla de Cepeda (que Buenos Aires perdió), en el Pacto de San José de Flores ésta terminó por aceptar la Constitución de 1953, con algunas reservas, como la que terminó aceptando con la federalización de la Ciudad de Buenos Aires en 1880. En ese período, la asimilación y exterminio de los pueblos originarios que ocupaban buena parte de lo que hoy es la Provincia de Buenos Aires y las provincias pampeanas, el comienzo de la inmigración masiva y la extensión del ferrocarril por las potencias de entonces –Reino Unido y Francia- configuró nuestro país. Previamente, estas potencias habían infructuosamente intentado invadir nuestro territorio, durante la primera mitad del siglo XIX (Invasiones inglesas de 1806-1807, y la Vuelta de Obligado, de 1845), lo que finalmente obtuvieron por la vía económica, aunque con inversión extranjera directa y la colaboración de los beneficiarios de aquel modelo.

En 1949, la Reforma constitucional de Juan Perón ubicó en el centro del orden jurídico a la persona humana y enfatizó las obligaciones del Estado en materia de derechos sociales a partir de su activo rol en el proceso de desarrollo económico de la Nación y de su papel regulador y distributivo. Su máxima fue “gobernar es dar trabajo” e instituir, además, una República con sesgos de inclusión social, cultural y económica. El golpe de Estado de la autodenominada Revolución Libertadora eliminó en 1957 buena parte de ella, pero dejó vigente el Artículo 14 bis, que incluía los derechos del trabajo.

Hoy, la casi totalidad de las propuestas de reforma laboral del actual gobierno son claramente inconstitucionales. En 1993, el Pacto de Olivos, entre Menem y Alfonsín, estableció el “Núcleo de coincidencias básicas”, que dio lugar a la reforma de 1994, que incluyó el voto directo del Poder Ejecutivo y los Senadores, Jury de Enjuiciamiento, mandato presidencial, régimen de la Ciudad de Buenos Aires, medio ambiente, partidos políticos, defensor del pueblo, democracia semi directa, derechos del consumidor, consejo de la magistratura, entre otras. O sea, fue una reforma cuyo objetivo fue “la gobernabilidad”. En ese tiempo, Alfonsín admitió que se vio obligado a cambiar su oposición inicial por la actitud favorable de algunos de los gobernadores de la UCR (Angeloz, de Córdoba; Maestro, de Chubut; y Massaccesi, de Rio Negro) que implicaban perder el plebiscito planteado por Menem y la ruptura de su partido.

Así llegamos hasta hoy, en que se plantea el Pacto de Mayo, que incluye diez acuerdos, todos de contenido económico, que los opositores asimilan al Consenso de Washington que se impuso a nivel global en los años 90 y priorizó el reinado de lo financiero. El pacto propuesto como consecuencia de la aceptación previa del DNU y la Ley ómnibus, que por lo tanto es más una imposición unilateral y extorsiva de un partido sin representación provincial, territorial ni parlamentaria, que debe establecer la necesidad de la Reforma con 2/3 de los senadores presentes, establece: 1) La inviolabilidad de la propiedad privada; 2) equilibrio fiscal innegociable; 3) reducción del gasto público a niveles históricos, en torno al 25% del Producto Bruto Interno; 4) reforma tributaria que reduzca la presión impositiva y promueva el comercio; 5) rediscusión de la coparticipación federal de impuestos; 6) compromiso de las provincias de avanzar en la explotación de los recursos naturales; 7) reforma laboral que promueva el trabajo formal; 8) reforma previsional que le dé sustentabilidad al sistema y permita un sistema privado de jubilación; 9) reforma política estructural que modifique el sistema actual y vuelva a alinear los intereses de los representantes y los representados; 10) apertura al comercio internacional. No parece que esto, que se contradice con la mayoría de los postulados constitucionales vigentes, sea un buen comienzo, no obstante que es necesario que, tras 30 años desde la última reforma, es necesario renovar su contenido, sin que ello implique renunciar a los acuerdos previos que en algunos casos se han vuelto sólo enunciativos por los cambios tecnológicos, de comportamiento de los ciudadanos y las instituciones que no los ejercieron.

Su máxima podría ser “la extensión territorial y sectorial de los derechos enunciados”, a los que el equilibrio fiscal, la promoción del desarrollo, la sostenibilidad, la cooperación y las relaciones Estado-Sociedad Civil contribuyen sustantivamente.

Salir de la versión móvil