Hace 40 años, yo cursaba la Licenciatura en Ciencia Política de la Universidad Católica de Córdoba. Había elegido esa carrera en 1981, al final la escuela secundaria, cuando la dictadura militar no tenía fecha de vencimiento ni mucho menos.
En mi memoria resuenan las discusiones con quienes hoy siguen siendo grandes amigos. Nelson Specchia, por ejemplo, hoy director de este medio de comunicación. Aquellas discusiones eran apasionadas. Nos ilusionaba la democracia por venir.
Por entonces, un líder carismático proveniente de la Unión Cívica Radical se abría paso en la consideración de las grandes mayorías: Raúl Ricardo Alfonsín, el conductor del Movimiento Nacional de Renovación y Cambio (MNRC).
Con un discurso apasionadamente republicano, repetía una y mil que “con la democracia se come, se cura y educa”. Al final de cada acto popular, recitaba el preámbulo de la Constitución, “un rezo laico”, según él mismo decía.
Habían pasado más de siete años del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Estábamos transitando los últimos meses de un gobierno militar dictatorial que había hecho del terrorismo de Estado una práctica institucionalizada.
Nada justifica la inseguridad ni la inflación que hoy sufrimos. Pero vale recordar que, por aquellos años, no había garantías constitucionales, cualquiera podía ser detenido y desaparecido sin juicio y, además, la inflación del 83 fue de casi el 350%.
De ese pasado sobresalía la inmensa figura de Alfonsín. Un dirigente formado en la oposición a la conducción oficial de un Radicalismo, que había consentido la proscripción al peronismo y había colaborado con los sucesivos gobiernos de facto.
Es cierto, no pudo concluir su gobierno de seis años y, en medio de un proceso hiperinflacionario, se vio obligado a renunciar. Sin embargo, pudo entregar el bastón presidencial a otro presidente elegido por el pueblo, el peronista Carlos Menem.
Nunca antes un presidente elegido por el pueblo le había entregado el mando a otro presidente elegido por el pueblo de otro partido. En el balance de sus errores y aciertos, este hecho debe figurar como sobresaliente.
Cuarenta años después de aquella efervescencia democrática, con una pobreza casi cinco veces mayor que al inicio de la democracia, la política argentina está divorciada de la realidad, enfrascada en la rosca, de espaldas al pueblo.
¿Qué nos pasó?
En estos cuarenta años, elegimos siete presidentes en nueve elecciones: Alfonsín (1983), Menem (1989 y 1995), Fernando de la Rúa (1999), Néstor Kirchner (2003), Cristina Fernández (2007 y 2011), Mauricio Macri (2015) y Alberto Fernández (2019).
De los tres vivos, ninguno será candidato. Cristina y Macri se autoexcluyeron. No fueron “renunciamientos históricos”. Ambos entendieron que no ganarían en una primera vuelta y que perderían en un ballottage contra cualquier otro u otra.
A esas renuncias se suma la del actual presidente, Alberto Fernández. Obviamente, el presidente se excluye de postularse porque sabe que no tienen ninguna posibilidad cierta de competir con chances, debido a la mala gestión que ha protagonizado.
Mientras tanto, el oficialista Frente de Todos sucumbe en un sinfín de contradicciones internas, que han sido la causa principal de su fracaso. Sergio Massa es su última esperanza, atado a una inflación que sigue siendo altísima.
Del otro lado de la grieta, Juntos por el Cambio padece un internismo incomprensible. La despiadada pelea entre Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich trasciende los límites de una disputa interna y amenaza las posibilidades de ambos.
En ese escenario, ha emergido la figura de Javier Milei. Hasta hace muy poco tiempo, un ignoto comentarista de temas económicos que circulaba por los medios de comunicación porteños haciendo declaraciones estrafalarias y pronósticos apocalípticos.
De pronto, Milei se trasformó en la figura política descollante. No fue por méritos propios sino por el bochornoso comportamiento de la mayoría de los dirigentes del Frente de Todos y de Juntos por el Cambio, a la que identificó como “la casta”.
No tiene estructura partidaria ni aliados políticos a la vista. Sin embargo, en su imagen exasperada y su iracundo discurso, muchos argentinos y argentinas han encontrado un medio de expresión de sus decepciones, enojos y frustraciones.
Sus propuestas “libertarias” son irrealizables, están sobrecargadas de frases hechas, prejuicios ideológicos e ideas alocadas. Pero poco y nada les importa a sus seguidores. Nadie sigue a Milei por lo que piensa, sino por lo que grita.
En cuarenta años, pasamos de aquella esperanza democrática de un líder como Alfonsín al nihilismo político de un mediático como Milei. ¿Qué nos pasó? Nos pasó el fracaso de una dirigencia política enroscada en lo suyo. Milei es sólo un reflejo.