El ladrón de gallina

Por Patricia Coppola

El ladrón de gallina

Él hubiera querido robar bancos con una máscara de presidente de los Estados Unidos, u obras de arte en museos europeos secundado por una mujer bella. Pero no. En ese pueblo del sur del sur del planeta, el único banco guarda los magros ahorros de la gente del lugar, y él los conoce a todos y todos lo conocen a él.

Tampoco hay un gran museo con enormes cuadros de pintores famosos, o con joyas que hayan pertenecido a la realeza.

Lo que hay es la vieja casa de los Garay, cuyo último heredero, antes de mudarse a la ciudad, tuvo el gesto de donar la casona a la Comuna del pueblo del sur del sur para que sea un museo. Allí se exponen algunas pinturas rupestres, que no se sabe a ciencia cierta si las pintaron los comechingones o los niños Garay, pero, por las dudas, allí están. También hay algunas cazuelas de barro y un mortero.

Como la casona tiene un gran patio trasero, la Comuna estableció allí un gallinero. Como todo gallinero que se precie, consta de un gallo madrugador y de varias gallinas ponedoras, bien escandalosas.

Un empleado de la Comuna está encargado de plumerear las piezas del interior del museo, de darle de comer al gallo y a las gallinas, y de recoger los huevos. El destino de los huevos no se conoce, aunque se lo ve al Jefe Comunal cada vez más gordo, y acompañando el mate con tortas y budines a discreción, por lo que la principal sospechosa del uso de los huevos es la mismísima esposa del Jefe. Se cuenta que una vez hubo una denuncia anónima al respecto, pero la causa fue archivada sin más.

A falta de mejores objetivos delictivos, el ladrón decidió robar una gallina del gallinero del museo.

Anduvo merodeando el lugar hasta que constató que el empleado, todos los días, incluyendo sábados y domingos, hacía su última ronda antes de la caída del sol y no aparecía hasta el día siguiente al amanecer, plumero en mano.

Decidió llevar adelante la tropelía el primer lunes del mes de marzo, inmediatamente después de la puesta del sol. Marzo le pareció propicio porque todavía no hace mucho frío y no anochece tan tarde, lo que le daría tiempo de volver temprano a su casa. Y en lunes, porque, al ser el primer día de la semana, estaría bien descansado.

Para entrar al gallinero sólo tenía que saltar el alambrado, y llevó una bolsa de arpillera para guardar el botín, o sea, la gallina.

Como era de esperar, ese lunes de marzo gran desparramo se armó en el gallinero: el gallo no es que se jugó para defender su harem, las gallinas corrían como locas cacareando a todo pulmón, y el ladrón tropezó y se cayó sobre un montón de huevos. Tal fue el escándalo que se asustó y todo embardunado con yemas y claras saltó el alambrado sin haber perpetrado el crimen, o sea con la bolsa y sin la gallina, y corrió hasta su casa en la oscuridad.

Al día siguiente, el empleado, como todos los días, plumereó las piezas del museo y cuando llegó al gallinero percibió que algo raro había sucedido. Constató que estuvieran todas las gallinas y el gallo y se encontró con el desastre.

Inmediatamente fue a la comisaría e hizo la denuncia. El Comisario tomó nota de los daños: ocho huevos destrozados. Ordenó una investigación.

El ladrón no tuvo la precaución de lavar su ropa, la que adquirió el indubitable olor a huevo podrido. Así que, ni bien fue a la pulpería a comprar cigarrillos, el pulpero se dio cuenta quién había sido el culpable del desastre del gallinero del museo de la casa de los Garay.

El ladrón fue inmediatamente detenido, y el Juez del pueblo del sur del sur, contento por tener un caso para juzgar, lo condenó a seis meses de prisión por invasión y destrucción de la propiedad pública.

La celda de la comisaría, famosa por maloliente, consta de cuatro catres de campaña, un lavatorio y un inodoro. Tres de los cuatro catres estaban ocupados: uno por el cuidador de la plaza, que lo pescaron en plenas exhibiciones obscenas; otro por el ayudante del pulpero, denunciado por hacer trampas en el truco; y el tercero por el cartero, a quien, últimamente, se le había dado por pispear la correspondencia. El ladrón se ubicó en el cuarto catre al lado del inodoro.

El tramposo y el cartero tenían cara de pocos amigos, pero lo que lo tenía muerto de miedo era que el placero se le acerque.

Al día siguiente apareció el abogado defensor. Era vecino del lugar y se dedicaba a la cría de jilgueros. Le cobró al ladrón diez chanchos y diez gallinas ponedoras por sus servicios. Como no los tenía, para conseguirlos, su familia completa, incluyendo la abuela y dos tías, repartidas en varios pueblos de los alrededores, salió a robar chanchos y gallinas para pagar los honorarios.

Como buen abogado, no conforme con la sentencia, la apeló al tribunal del pueblo del lado, el que consideró, según su leal saber y entender, que la sentencia no había tenido en cuenta el escalamiento del alambrado del gallinero así que condenó al ladrón a tres años de prisión efectiva, para que aprenda.

Empecinado con el asunto, el abogado buscó jurisprudencia sobre la tentativa de robo de gallinas agravado, y volvió a apelar, esta vez al Tribunal de la cabecera del departamento al que pertenecía el pueblo del sur del sur. Luego de varios meses de estudiar el asunto, el Tribunal decidió cambiar la carátula del hecho por “tentativa de robo calificado y estrago doloso”, al considerar la clara intención del ladrón, no sólo de robar la gallina sino de causar daño irreparable a la propiedad pública, por el estado calamitoso en que quedaron los huevos y la pérdida de plumas de varias gallinas por las corridas. Como si esto fuera poco, se pudo constatar que, por tres meses, el gallo no quiso saber nada con las gallinas, con la consecuente pérdida en la producción de huevos. Por lo que el ladrón, además de la pena de prisión deberá devolver a la Comuna 900 huevos por los daños y perjuicios.

El abogado defensor, trastornado por las derrotas sufridas, solicitó, como último recurso, el perdón del Ejecutivo, o sea del Jefe Comunal.

La cosa había tomado tal estado público que no se hablaba de otra cosa en la pulpería del pueblo del sur del sur, y en los pueblos vecinos.

Así las cosas, el Jefe pensó que no podía mostrar debilidad frente a sus gobernados, así que no hizo lugar a la solicitud del indulto.

Se sospecha que su esposa influyó en la decisión, indignada por la falta de provisión de huevos.

El ladrón, a falta de mejores instalaciones, hace ya dos años y medio que está preso en la comisaría del pueblo del sur del sur. Desvelado por el mal olor, por la lentitud con que pasa el tiempo, y por la deuda al erario público, todas las noches se imagina como asaltar exitosamente gallineros ni bien recobre su libertad.

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