La lengua de la tierra

Por Silvia N. Barei

La lengua de la tierra

Acabamos de pasar un mes de septiembre intenso. Un septiembre de fuego y nieve. Vivimos envueltos en polvo porque la famosa Santa Rosa decidió cambiar de mes, otra vez se nos incendió la provincia entera de una manera escandalosa y cuando ya creíamos que se venía el calorcito, cayó nieve y granizo y aguanieve y algo que he aprendido que se llama graupel. Vamos siendo testigos del lento pero incesante desmoronamiento del planeta, además de ser testigos del lento e incesante colapso de las democracias en el mundo.

Lucrecio, es decir Tito Lucrecio Caro, vivió entre los años 99 y 55 a.C. en la antigua Roma y fue testigo también del desmoronamiento, del lento colapso de la República. Dicen los historiadores que fue un momento caótico, cuando los líderes parecían más preocupados por competir entre sí que en unirse por el bien del país. Dicen también que ser ciudadano romano en ese momento, era difícil y angustioso. Entonces, cualquier parecido con la actualidad puede no ser mera coincidencia.

Y si hablamos de la naturaleza sabemos de volcanes enfurecidos, terremotos, alguna peste y la mayoría de la gente -incluso los aristócratas- a merced de vastas fuerzas que no podían cambiar o controlar. Fue durante esos turbulentos años que Lucrecio escribió un poema sobre el mundo natural, las fuerzas que lo controlan y cómo podemos pensar nuestro lugar en el Universo.

Y empezó hablando de los átomos. No existía el microscopio de alta definición pero Lucrecio imaginaba que había algo así como un átomo o un principio elemental de la materia. Luchador contra los prejuicios religiosos, en su poema Sobre la naturaleza de las cosas se dedica con gran atención a la descripción de los fenómenos de la Naturaleza (el trueno, el relámpago, la lluvia, etc.) pensando que toda materia era un signo, que decía algo y había que saber entenderlo. Creía que la tierra hablaba.

Efectivamente sabemos que la tierra tiene su propio lenguaje, un modo personal de comunicación que con mayor o menor habilidad (o atención) aprendemos a escuchar.

Entendemos qué dice un árbol cuando está mustio o cuando brotan sus hojas, qué dice un trueno, qué dice el aire cálido o frío, qué dice nuestro perro cuando nos mueve la cola o cuando la mete entre sus patas, qué avisa ese pájaro que grita en el patio, qué anuncia una columna de humo, qué es ese olor, ese ruido, esas nubes, ese cielo de tal o cual color. Nos dice por estos días el lenguaje de la tierra:

Aviso número uno: se están secando los grandes ríos y su efecto es devastador. En algunos lugares ya se habla de la “hora cero”, que es cuando no hay agua para los habitantes. En otros se advierte sobre posibles racionamientos e incluso han ido cambiando la estética de las ciudades para priorizar plantas que consumen menos agua en lugar del césped.

Por falta de agua sufren también la agricultura, la navegación y la producción de energía hidroeléctrica. Y todo esto sin considerar la muerte de ecosistemas, la destrucción generada por los incendios forestales y las pobres condiciones hidrológicas. Las soluciones propuestas van de la mano del cambio de los comportamientos humanos y a la vez de importantes desarrollos tecnológicos que suenan a hermosas metáforas: sembrar nubes, cosechar niebla, fabricar lluvia, transportar icebergs.

En una nota publicada en este mismo diario Jacqueline Vassallo nos cuenta cómo era el río Suquía en el siglo XVIII: “En sus orillas las personas descansaban, conversaban, se divertían, jugaban, trabajaban y en sus aguas se aseaban o disfrutaban de chapuzones”. Se puede ver que actualmente sucede lo mismo. Pero en un río contaminado, verde y en ciertas estaciones, casi seco.

Aviso número dos: los bosques están desapareciendo, producto de la tala y del fuego. Con ellos desaparecerá nuestra producción de oxígeno. Los bosques cumplen una función central en esto: su degradación amplifica las condiciones para que la aridez se convierta en desastre y para que las inundaciones, los incendios y las tormentas causen estragos a su paso. La restauración de los árboles que han sido diezmados en las últimas décadas reduciría drásticamente el impacto de las sequías porque ellos son seres vivos, parte de la historia humana desde sus perdidos comienzos. Sabemos por la ciencia que un buen día bajamos de los árboles y comenzamos a caminar por la sabana y como dice Julio Requena, haciendo un juego de sinónimos, no descendemos de los monos sino de los árboles. Sabemos también por los mitos que los árboles, desde tiempos inmemoriales, simbolizan la vida, respondiendo a necesidades de orden sagrado y del orden de la vida cotidiana. Acaba de preguntar desafiante el presidente de Colombia ante las Naciones Unidas “¿cómo puede erupcionar la biodiversidad de la vida con la danza de la muerte… en las decisiones rutinarias de la riqueza y del interés?”

Aviso número 3: muchas especies animales se están extinguiendo en una tierra que cada vez los arrincona más y en mares donde se pesca indiscriminadamente y flotan enormes cantidades de plásticos y materiales no degradables.

Me conmueve una escena que muestra la televisión: en su lenta partida de Mendoza, la gente sale a la ruta a despedir a las elefantas en su viaje hacia el santuario del Matto Grosso. Hay brazos, pañuelos, lágrimas. Un lento adiós. Y la cámara muestra a la madre, Pocha, sacando la trompa de entre los barrotes de su jaula y estrecharse en un nudo a la trompa de Guillermina que viene en el vagón detrás.

La ley de protección animal los llama “seres sintientes” pero en muchas partes del mundo se ha ido más allá, declarando a los animales “sujetos de derechos no humanos”. En un fallo histórico, la legislación de Entre Ríos sostiene que “los animales son sujetos de derechos sintientes no humanos que como tales tiene prerrogativas en su condición de fauna protegida a la salvaguarda por virtud de la biodiversidad y del equilibrio natural de las especies, y especialmente la de naturaleza silvestre. Como tales, deben ser objeto de conservación y protección frente al padecimiento, maltrato y crueldad injustificada”.

Aviso número cuatro: la basura cubre el planeta, sus ciudades, su tierra y sus océanos. Hay suficientes restos de plástico en el mundo para cubrir un país entero del tamaño de Argentina, explicó un científico a Jonathan Amos, corresponsal de Ciencia de la BBC.

«Nos dirigimos rápidamente hacia un ‘planeta de plástico’, y si no queremos vivir en ese tipo de mundo, tal vez tengamos que repensar la forma en que usamos algunos materiales «, transcribe el periodista.

Un artista argentino poco conocido realiza sus esculturas con desechos: sillas rotas, ramas, redes, trapos, sogas, alambres, papeles ajados. Fernando García Curten vive en San Pedro y dice: “Construyo mi obra concibiendo el arte como un esfuerzo para contrarrestar el desastre y a partir de ahí, quién sabe, encontrar la punta de una esperanza”.

Quien sabe, digo yo, si el arte estará destinado no solo a darnos esperanzas sino y de manera urgente, a hacernos tomar conciencia.

Hay otros avisos: el hambre azota al mundo, los pueblos originarios están cada vez más arrinconados, los cráteres de la minería destruyen la vida, las guerras son el resultado de un proceso de creciente violencia en el que se han complicado los diálogos y los acuerdos y se ha ido construyendo un enfrentamiento entre poderes. En todos los casos hay siempre un otro excluido que suele ser el pueblo al que se dice querer salvar y en realidad se destruye, causando inmensos sufrimientos. Lo que Enrique Leff llama nuestra actual “licencia para matar” no habla solo de las guerras sino de los modos de habitar el planeta, de la crisis de las condiciones de vida.

Todos sabemos esto. No digamos luego que la tierra no nos avisó pidiéndonos otras formas de vida, de producción, de relacionarnos con su “belleza ensordecedora” como diría Manuel J. Castilla, de pensar y actuar en orden a una ética que supere el problema de usar el ambiente en términos de una racionalidad económica trastrocando el orden de la vida e imponiendo el régimen del capital.

Como en la antigua Roma de Lucrecio, los líderes (¿los hay?) parecen más preocupados por competir entre sí que en unirse por el bien del mundo y sus habitantes, sean estos plantas, animales o seres humanos.

La poesía viene diciéndolo: “Despídete del jardín, despídete del escarabajo/que nada placenteramente a la sombra del nogal/llora por la suerte de la apática piedra/ y pregunta al que queda: tierra o fuego./Ya no hay lengua bajo el elegíaco sol” (H. Castillo, “Elegía”).

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