La libertad

Por Eduardo Ingaramo

La libertad

¡Cuántas guerras, injusticias, discriminaciones y otras bajezas humanas se han producido en tu nombre!

Igual que en nombre de Dios y otros conceptos de interpretación subjetiva. Es que desde que existe la historia humana se sabe que “somos lo que creemos”, y que la libertad que ejercemos cada uno tiene esos límites. Entonces cabe la pregunta ¿Por qué creemos lo que creemos?

En estos días de híper información, que se convierte en desinformación, de fuga de la racionalidad hacia lo sensitivo, del aburrimiento al estímulo constante, confirmando nuestros sesgos con grupos afines que las redes vía algoritmos utilizan para mantenernos conectados de forma placentera, sin enfrentar nuestras contradicciones ni el dolor que produce conocerlas.

En el supuesto racionalismo intelectual de los libertarios (como Milei con su mentada “escuela austríaca”), se llega a afirmar que en su concepto de libertad es legítimo vender brazos u órganos por dinero, lo que ordenaría una sociedad “en libertad”.

Los globalistas afirman que sólo la libertad del capital y el comercio –las personas desplazadas, expulsadas y migrantes no tienen ese derecho- permitiría un equilibrio global, que claramente beneficia a quienes tienen capital y bienes para comerciar internacionalmente, en perjuicio de las personas que carecen de ese derecho como ciudadanos del mundo.

Más hacia la izquierda de base nacional –o nacionalista- los sindicatos buscan sostener su libertad, desconociendo a las mayorías desempleadas, subempleadas, precarizadas, auto explotadas con autoempleo, y a los migrantes “ilegales”, todos claramente excluidos de las leyes laborales, y que constituyen una mayoría en la sociedad post industrial.

Mientras tanto, la mayoría de las nuevas generaciones –pero no solamente- huyen del aburrimiento que les producen los razonamientos más complejos, y se refugian en los aspectos sensitivos, atraídos en las redes por la “facilidad cognitiva”, basada en la visión –el auge de Tik Tok, Instagram, etc. lo confirma- en donde la repetición de mensajes con gran contraste de colores, textos claramente legibles –pocas palabras, letras grandes- requieren poco esfuerzo y, por lo tanto, son más placenteras, creando crédulos o escépticos, pero nunca críticos.

Así, la educación se enfrenta al desafío de instruir con herramientas cada vez más precarias para inducir a un análisis crítico que proporcionaría más libertad. Incluso llega a aceptar que existen aprendices visuales, auditivos, de textos escritos o kinestésicos –o sea que aprenden con procesos manuales- desconociendo que decenas de estudios contradicen que esa facilidad produzca más aprendizaje o creatividad.

Sin palabras, la capacidad de interpretar conceptos abstractos es casi imposible –los estudios sobre sordomudos no alfabetizados lo confirman totalmente- y, así, nos volvemos acríticos, dóciles, obedientes y ordenados por la cultura dominante, que, al decir de Foucault, se define como “el poder de los grupos hegemónicos”, que, obviamente, controlan los medios por los que más nos comunicamos, en base a un “sentido común” que los favorece.

Por lo tanto, defender nuestra “libertad” implica reconocer las propias creencias y nuestros aspectos afectivos; mantener racionalidad, diversificando nuestras fuentes de información –nunca limitarse solamente a informarse por redes sociales, más allá de algo de entretenimiento, que sólo nos presentan informaciones que nos producen sesgo cognitivo, de auto confirmación, con base en la facilidad cognitiva y la repetición.

En la educación (o auto educación) forzar de a poco aquellas formas de aprendizaje –visual, auditiva, lectoescritura o kinestésica- que menos manejamos y nos gustan, quizás aburriéndonos un poco, ampliándonos a las demás formas que permiten nuestra reflexión para pensar, analizar críticamente, reconsiderar nuestras creencias y así salir de nuestros propios límites.

Sé que no es fácil, pero eso nos dará acceso a una verdadera libertad, que no haya sido manipulada por otros, que nos necesitan satisfechos, incrédulos o escépticos, pero sin actuar modificando nuestro contexto.

Un contexto en donde somos casi como “carne de cañón” en las disputas que se suceden, amplían y profundizan cada día en todos los ámbitos, y en donde sólo somos espectadores pasivos, y caminamos cual corderos al matadero o la invisibilización.

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