La triste historia del pollo

Por David Voloj

La triste historia del pollo

I. El primo Javier

-Profe, ¿cómo era el cuento de su primo?

-No, no lo voy a contar de nuevo porque ustedes no me creen.

-Dele, cuéntelo otra vez, que él es nuevo y no lo escuchó.

Después de leer algunos mitos y leyendas en los que los personajes experimentan una metamorfosis, después de repasar la transformación de Pinocho en burro y otras tantas historias similares, con los chicos de 5° escribimos nuestros propios relatos fantásticos. Cuando me tocó el turno de leer, porque también me puse a hacer la actividad, les conté un cuento en el que había primos y pollos y huevos fritos.

(Debo aclarar que las clases de Jornada extendida se dictan al mediodía, entre las 12 y las 14, con un breve recreo para ir al comedor. Quiero decir que, a esa hora, el estómago empieza a reclamar el almuerzo y esa demanda puede influir en la imaginación.)

La historia es más o menos así: cuando era chico íbamos al campo con la familia a visitar a unos tíos que tenían una granja. Mi primo, pongámosle un nombre, Javier, siempre estaba metido en el corral de las gallinas, jugando con los pollos y peleando con los gallos. Un día vimos que se había sentado en un nido y, al rato, apareció un huevo justo debajo de él.

-¡Cómo va a poner un huevo, profe! Eso es imposible.

-Obvio, eso pensé yo. Seguramente, el huevo ya estaba y él no lo había visto.

La cosa es que, al mediodía, nos mandaron a comprar pan para el almuerzo. Y hasta ahí todo bien, porque fuimos con Javier. El problema se dio al volver, cuando nos sentamos a la mesa, porque mi tía había preparado papas fritas con huevo.

-En ese momento, mi primo se levantó, corrió hacia el gallinero y volvió llorando.

-¿Cómo? ¿Se comieron el huevo que él había puesto?

-Exacto.

-¡Cállese!

II. Almuerzo

Cortamos con la historia del primo Javier porque es la hora de almorzar. En el comedor, los docentes cuidamos a los alumnos y, a los más pequeños, les ayudamos a cortar la carne. Bueno, no: carne, no. Cortamos eso que en el plato tiene la apariencia de una milanesa y que en realidad es un aglomerado de hidratos con un sabor y una textura difícil de describir.

Mientras tanto, una mujer de la empresa encargada de la alimentación supervisa el trabajo de las camareras y anota algo en un papel.

-Esperá, nenita. Volvé a tu lugar que no comiste nada.

-Es que no tengo hambre.

-¿Entonces para qué entraste? La comida no se tira. ¿O no te enseñaron a vos?

El tono de voz de la mujer es inapropiado, así que intervengo y le digo a la nena que vaya tranquila.

-¿Cómo la va a dejar ir? A estos les falta educación, eso les falta.

Cada vez que alguien se niega a aceptar una norma, aunque sea injusta o violenta, se suele apelar a la “falta de educación”. Es una especie de comodín lingüístico que expresa el desconcierto, la impotencia, el enojo. Por eso, cuando un chico no come lo que envían las empresas encargadas de la alimentación en los colegios estatales, es tildado de caprichoso, de maleducado.

¿Por qué los beneficiarios del comedor escolar deben resignarse a aceptar cualquier cosa que le pongan en el plato? ¿Están obligados a alimentarse de salsas descoloridas, hechas con ovillos de nervios vacunos, de milanesas y albóndigas sin carne, de fideos, polenta, papas y arroz, mucho arroz? ¿Habrá nutricionistas encargados de planificar estas dietas saturadas de hidratos?

-Es que, a veces, la comida no gusta -digo, consciente de que mi comentario no contribuye a la calma.

La supervisora me mira extrañada, como si le hablara en una lengua desconocida.

-Usted es profesor, debería enseñarles que tienen que comer lo que les dan. Y que no mientan, porque hambre tienen.

Es verdad: hambre hay. Lo pienso, no se lo digo.

A veces, sin embargo, el menú es pollo al horno con guarnición. Esos días se produce una especie de celebración en el paladar de la mayoría de los chicos y chicas que encuentran, en el comedor escolar, la comida más importante del día, quizás la única. Sí, en esas ocasiones incluso quieren repetir, pero en la empresa ya han decidido cuántas son las raciones que efectivamente se comen y no dejan margen para volver a llenar el plato, a menos que algún compañero haya faltado.

III. La triste historia del pollo

De regreso en la biblioteca, prosigo con la historia de Javier. Les cuento a los chicos que ese día, mi primo no comió los huevos, que se encerró en su pieza y no salió hasta la noche. Seguía raro, triste, sin decir nada. De madrugada, mientras todos dormían, un ruido me despertó. Me asomé a la ventana y, al mirar para arriba, sobre el techo de tejas, alumbrado con la luz de la luna llena, ¿quién estaba?

-Su primo.

-Exacto.

A mí me pareció oír que cantaba, pero al escuchar mejor me di cuenta de que, en realidad, estaba cacareando. Y lo más raro es que le habían salido alas en la espalda, unas alitas chiquitas con pocas plumas, como de pollo. Después, salió volando.

-¿Eso es verdad?

-¡Cómo va a ser verdad! Vos porque no lo conocés al profe. Dele, cuente el final.

Continúo. Meses más tarde, fui al supermercado con mi papá. Compramos bastantes cosas y, cuando paramos en la góndola donde está la carne, ahí, metido en un paquete, congelado, lo reconocí. Aunque estaba desplumado, la cara era prácticamente la misma. Era mi primo, no había duda.

-¡Nooooooo!

-Sí, es triste pero es así. Mi papá también se dio cuenta, así que lo compramos sin decir nada y lo llevamos a casa.

-¿Y se lo comieron?

-No, no nos pareció bien. Hicimos otra cosa, creo que fideos.

-Ah, claro, claro, tiene razón… Pero… Pero qué rico es el pollo, ¿no profe?

Salir de la versión móvil