La vida y la Historia

Por Silvia N. Barei

La vida y la Historia

Mi abuela tenía 28 años, cuatro hijos pequeños y una bebé en camino cuando su marido murió repentinamente. Puedo imaginar una dolencia a la que no le prestó atención, junto con las dificultades diarias, el desplante y la prepotencia de algunos. Imagino también que tratarían de cumplir con las reglas severas que regían la vida de los inmigrantes: usar el español, adaptarse a las costumbres del país, ser honrado y trabajador, formar una familia y educar a sus hijos como buenos argentinos.

Ante las dificultades, mi abuela acudió a su padre, por alguna clase de ayuda. El “nonno” le dijo algo que debe haber sonado más o menos así: “Usted se casó y se fue. Es joven todavía; no incordie; arrégleselas sola con su vida”.

Cuando yo preguntaba, casi incrédula, cómo un padre, una madre, podían dar esa respuesta, me decían: “Antes era así”.
Así: adverbio de modo.
Así, al modo de los adverbios de modo, había que jorobarse nomás.

“-Sí. Ahora te acuerdas de que también tienes una madre. Llegas y me pides que te ayude.
Nuestra madre dice:
-No le pido nada para mí. Solo me gustaría que mis hijos sobreviviesen a la guerra. Bombardean la ciudad día y noche y ya no hay nada que comer…
Nuestra madre sale de la casa con una vieja. Nuestra madre nos dice:
-Esta es vuestra abuela. Os quedaréis con ella un tiempo, hasta que acabe la guerra.
Nuestra abuela dice:
-Puede ser mucho tiempo. Pero yo les haré trabajar, no te preocupes. La comida no es gratis aquí tampoco”.
(Agota Kristof, “Claus y Lucas”)

Está esa mujer vieja, sentada en la salida del estacionamiento de un gran centro comercial cerca de Estocolmo. Nacka Forum. Con pocos grados y un sol que brilla pero no da calor, estira la mano. Veo sus guantes de lana raídos, mucha ropa superpuesta, una manta gastada sobre la que se doblan sus rodillas; unas bolsas, un plato de latón donde junta la limosna.
Me acerco y dejo unas coronas suecas, sabiendo que la dádiva no ayuda para nada. No me olvido más de su rostro, cruzado de arrugas, cetrino y afilado. Me persigue la dureza de sus ojos, que desmienten la sonrisa mansa con que agradece.
Mi hijo le pregunta y luego me traduce: ¿por qué necesita pedir?, ¿y la ayuda del gobierno? Ella responde en un sueco apenas comprensible: “Porque mi esposo y mis hijos están desaparecidos”.

“-Pongamos que eran 7.000 u 8.000 las personas que debían morir. No podíamos fusilarlas. Tampoco podíamos llevarlas ante la justicia.
Nuestro objetivo era disciplinar a una sociedad anarquizada.
Los medios de comunicación fueron favorables al Proceso, sobre todo al inicio. No había problemas con la prensa. Cada desaparición puede ser entendida ciertamente como el enmascaramiento, el disimulo de una muerte. Si no están, no existen; y como no existen, no están. Los desaparecidos son eso, desaparecidos; no están ni vivos ni muertos.”
(Del dictador Jorge R. Videla)

Dice Martín Kohan: “No obstante, Videla dice que duerme tranquilo. Y duerme tranquilo porque descuenta que tendrá el perdón de Dios, si es que no su aprobación”.

Dice Jaime Sabines: “Detrás de todas las ventanas vacías/ que ven pasar de noche al viejo del espanto/ yo soy como una vela enmudecida”.

Las mellizas Adriana y Cecilia, de 18 años, asesinadas y arrojadas a un basural.
Mi amiga Marta, que vaya a saber si no sospechó que inventarían su fuga para matarla en un traslado de la cárcel de San Martín a parte alguna.
Un aviso a tiempo, y mi hermano evita por un pelito el convertirse en un desaparecido.
Un amigo se salva porque una mujer (que no conoce) lo ayuda a esconderse en su casa, y lo hace pasar por pintor de brocha gorda.
Otro sigue viviendo en México con un corazón partido que nunca le dio latidos para volver. Pero escucha a Calle 13 cantar: “A veces ya no quiero estar aquí/ me siento solo aquí/ en el medio de la fiesta”.
Otros, que sí volvieron y olvidaron. Otros que sí volvieron y son indispensables: “Hay los que luchan toda la vida: esos son imprescindibles”, escribió Bertolt Brecht.

Beatriz iba todos los miércoles a visitar a su compañero preso. Cuando la revisaban aprovechaban para meterle mano dentro del corpiño. Y a veces le decían: “Vos también, algo habrás hecho. Buscate un marido como la gente”.
Una ex presa de la Esma cuenta: “Ellos suponían que militábamos porque éramos feas y los tipos no nos daban bola, o que éramos incapaces para las tareas domésticas. Uno de los signos de ‘recuperación’ era que ahora vos te cuidabas en tu aspecto físico, te pintabas, te mostrabas interesada en la cocina”.

“Los dichos del gobernador no nos sorprenden, ya que en dos oportunidades nos dijo qué hacíamos las Madres en la época del terrorismo de Estado, que no cuidábamos a nuestros hijos”.
(Sonia Torres, abuela de Plaza de Mayo, Córdoba)

Las canciones para no olvidar:
“Las golondrinas de Plaza de Mayo/ se van en invierno, vuelven en verano/ y si las observas comprenderás/ que solo vuelan en libertad”. (“Flaco” Spinetta)
“¿Cuántas veces puede un hombre/ girar la cabeza/ y fingir simplemente que no ve?/ La respuesta está flotando en el viento”. (Bob Dylan)
“Yo no sé si volveré a verlo/ libre y gentil/ sólo sé que sonreía/ camino a Til-Til”. (Patricio Manns)
“Todo está cargado en la memoria,/ ama de la vida y de la historia”. (León Gieco).

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