Las falacias

Por Eduardo Ingaramo

Las falacias

Solemos asociar las falacias a “lo falso”, pero son mucho más que eso. Es un razonamiento engañoso o erróneo (falaz), pero que pretende ser convincente o persuasivo, que se utiliza con muchísima frecuencia, especialmente en redes sociales, evitando el debate sobre argumentos, ideas o hechos, y así eliminan la posibilidad del diálogo.

Hay muchos tipos de falacias. La más común y primaria es la llamada falacia “ad hominem”, que alude directamente a la persona que pronuncia una objeción o argumento, pero no repara en ningún momento en la veracidad o la lógica de lo que dice. O sea, desacredita a quien dice la objeción a partir de alguna característica general percibida (gorila, neoliberal, planero, choripanero). Otra, desgraciadamente cada vez más común desde el anonimato de las redes o desde el poder del Estado, es la falacia “ad baculum”, que recurre a la imposición, la amenaza o la violencia, con el fin de persuadir a los demás, o simplemente recurre a la autoridad sobre quien no la tiene en una relación asimétrica (“porque yo lo digo”).

Un poco más sutil, es la falacia “ad verecundiam”, basada en la supuesta superioridad en el conocimiento del tema, que invalidaría cualquier argumento, observación o hecho invocado por el que no tendría esa superioridad, sin reconocer que existen aportes valiosos desde el llano que al menos merecen ser debatidos sin exclusiones. Frecuente es la falacia “ad populum”, muy utilizada por comunicadores sociales: es aquella que recurre a la creencia general real o supuesta sobre el tema en discusión, para inferir que el consenso popular señala indudablemente lo acertado (“la gente”, “el pueblo”: quienes la utilizan dan por probadas de un modo homogéneo, sin aceptar la diversidad de todos los grupos.

Menos común, pero también engañosa es la falacia “ad ignorantiam”, en la que quien hace uso de ella no considera importante demostrar la certeza de lo que está afirmando, sino que el interlocutor pruebe su falsedad, revirtiendo la carga de la prueba. Por ejemplo, cuando se plantean los problemas de los agroquímicos, y quien los defiende exige que se muestren pruebas de laboratorio sobre su capacidad de daño, aunque el daño está probado por pruebas clínicas o epidemiológicas.

Muy común pero cada vez menos es la falacia “ad antiquitatem”, que recurre a la costumbre para justificar lo que se hace (“porque siempre se hizo así”). Contraria a la anterior, y cada vez más frecuente, es la falacia “ad novitatem”, que acepta o invoca que “todo lo nuevo es verdadero”, independientemente del análisis lógico que pueda hacerse de ello. En estos días el debate sobre la Inteligencia Artificial divide entre aquellos que creen que cualquier avance tecnológico es positivo –aunque produzca algún efecto “colateral” negativo- y los que temen un desastre social.

La falacia “post hoc ergo propter hoc” es aquella en la que dos hechos muy cercanos en el tiempo se toman como causa y efecto sin considerar otras causas posibles. Por ejemplo, afirmar que el aumento de la pobreza es la causa única del aumento de la actividad delictiva, sin considerar que ésta existía antes del aumento de la pobreza, lo lógico sería considerar a la delincuencia un fenómeno multi causal.

La falacia del equívoco o la ambigüedad implica utilizar conceptos amplios, con muchos significados posibles, de modo de manipular al otro. La casta, la libertad o el déficit cero son ejemplos claros de estos días. En el déficit se omite señalar si se trata del déficit primario (que es la diferencia entre lo que el Estado recauda y lo que gasta), si es el déficit total, que incluye los gastos financieros del Estado o el déficit cuasi fiscal –que incluye los intereses que paga el BCRA- confundiendo a quien lo interpreta ya que todos generan emisión monetaria e inflación, pero los dos últimos benefician a los más ricos mientras que el primero induce a reducir haberes jubilatorios, salarios públicos y ayudas sociales.

La falacia del hombre de paja al que se le ataca exagerando la respuesta consiste en llevar el argumento de la persona con la que se interactúa hasta sus últimas consecuencias, forzándola a asumir la posición más extrema posible y distanciándola de la moderación: cuando alguien objeta algo puntual y la respuesta es sobre toda la relación, planteando todo o nada.

La falacia de la “generalización apresurada” implica que, a partir de una serie de vivencias personales aisladas (que no son representativas de la realidad), se lleva a cabo la generalización de un fenómeno más complejo. («son todos corruptos”, “son todos lo mismo”).

La falacia “ad nauseam” consiste en repetir una misma idea las veces suficientes para hacerla real para el interlocutor. Se basa en la premisa de que «cuando una mentira se dice una y otra vez acaba convirtiéndose en una verdad». La del “falso dilema” pretende reducir una multiplicidad de posibles opciones a elegir en sólo dos alternativas, a menudo excluyentes («o estás conmigo o estás contra mí”).

La falacia “ad crumenam” y “ad lazarum” suponen la atribución de verdad al argumento por el hecho de que quien lo usa es rico (ad crumenam) o pobre (ad lazarum) ante la ausencia de ellos. Demasiadas veces se utilizan, neutralizando totalmente los razonamientos lógicos y no permitiendo debates objetivos, sobre hechos verificables que permiten un diálogo productivo en el que sea posible que ambos ganen o se acerquen a acuerdos mínimos, por lo que reconocerlas en los otros y sobre todo reconocerlas en nosotros mismos es un primer paso para salir de esas falacias que sólo sirven a los desencuentros y frenan el desarrollo de las relaciones.

La mejor forma de enfrentar una objeción es sondear o indagar sobre las razones que llevan a la afirmación, de modo que se las pueda precisar, y dividir en partes que, del análisis una por una, puedan sacarse acuerdos comunes en algunas de sus partes, y seguramente algunas diferencias que suelen ser mucho menos traumáticas que la objeción inicial.

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