Mire, Doña, esto es peor que el covid

Por Pedro D. Allende

Mire, Doña, esto es peor que el covid

Jerarcas ministeriales se telefonean, eufóricos. Alguno lo filtra. Juan y Martín están a la cabeza en las encuestas entre los gobernantes con mejor imagen. Es el dato triunfal que están esperando: la carta de presentación de Juan Presidente. O de Martín Gobernador.

El buen augurio emitido por una consultora privada del interior provincial, dicen los funcionarios, es otra prueba fehaciente de que el “Modelo Córdoba” camina sobre sus propios pies. El champán se descorcha por anticipado. El fuego amigo se exacerba (como corresponde). En tanto, sentenció Juan -invitado al puerto por el grupo Clarín- que “en el interior no hay grieta”, la cual se limita -según el Gringo- a la superficie del AMBA.

Schiaretti propone el espejo cordobés, donde, según afirma, sectores públicos y privados trabajan en pleno entendimiento, y la participación de los vecinos es moneda corriente. Un mundo feliz y “normal”.

Empieza el día en cualquier punto de la vasta extensión que enlaza a la Capital cordobesa con sus municipios dormitorio. Accesos atestados de coches importantes comparten vía con muchos otros destartalados (cada vez más). No falta el flete vencido, o el móvil sobrepoblado por trabajadores de la construcción, cuyos caños de escape tiñen la atmósfera con su estela de humo negra. Sin olvidar la contribución de colectivos urbanos y media distancia -cuando funcionan- o sus sustitutos, vehículos conducidos por vecinos que a cambio del precio de un pasaje amortizan costos de traslado propios, o incluso generan un ingreso alternativo, en la mayor irregularidad e inseguridad.

Son muchos los que esperan, al pie de la acera, el paso del ómnibus. Sin certezas. Los espasmódicos arribos de vehículos determinan una aglomeración instintiva, a pura supervivencia del más fuerte. Sobreviene la tensión, en una escaramuza de empujones entre mujeres y hombres humildes, para quienes esta carrera callejera por trepar a los indecorosos armatostes, viajando entre media y una hora promedio por trayecto, incómodos y acalorados, es rutina diaria. Valga la cautela de abrir los vidrios, para evitar el contagio de Covid u otras enfermedades respiratorias.

Sin embargo, quienes viajan en tal condición para trabajar o estudiar integran un grupo afortunado: por más modesta y monótona que fuere su vida, están empleados, formal o informalmente, o les asiste una expectativa a formarse. Los primeros, además de un sueldo, aspiran a la seguridad social. Privilegiados en la Argentina hiperinflacionaria de hoy, si se los compara con propietarios de pymes, emprendedores o pequeños comerciantes que sufren la inestabilidad crónica y los azotes cotidianos: costos de servicios, cargas patronales, presión impositiva, desabastecimiento y especulación.

Mucho más en comparación con niñas y niños sin abrigo, a veces sin calzado, que han dejado definitivamente la escuela, dejándose ver en cualquier esquina céntrica de la ciudad esquivando autos y alargando la mano para suplicar una limosna.

El ojo se acostumbró a registrar criaturas, personas jóvenes o ancianas revolviendo la basura en busca de algo para comer o vestirse. El retrato de la miseria se expande tanto o más que en el resto del país. No hay modelo excepcional.

La clase media argentina, orgullosamente promocionada y bastión diferencial ante el resto de América Latina, lo sabemos desde hace rato, es un colectivo en extinción. A ella apunta, empero, el mito cordobesista, que explica el crecimiento del desempleo provincial con una excusa neoliberal: la presunta superactividad económica incitaría a más personas a buscar trabajo.

Argentina, tampoco Córdoba, se pueden comparar con las economías menos desarrolladas de Europa, incluso Grecia o Portugal. ¿Y con Uruguay, Paraguay o Bolivia? Tampoco.

La falta de empleo formal cambió la fisonomía socioeconómica de AMBA e interior; la precarización es regla. Aquel Estado de Bienestar imaginado hace siete décadas, devino en blíster de aspirinas, con una nave nodriza: la ANSES. Cierto es que Córdoba subsidia empleos. Pero pareciera que no alcanza: se siguen perdiendo puestos de trabajo a un ritmo mayor que en otras provincias. ¿Será “de afuera” toda la culpa?

Schiaretti soslaya una grieta: la distancia entre los sectores de más y menos ingresos es irreversible. Cada vez existen menos instancias de intermediación que los vincule. No existirán clubes, plazas, iglesias, escuelas que hagan posible la relación entre pobres y ricos. Los sectores residenciales se repliegan; los barrios tradicionales se degradan; lo que queda de la clase media se refugia tras rejas y carteles que advierten la instalación de alarmas.

Por todas partes se acumula la basura. En muchos barrios del Gran Córdoba se la arroja al vacío. En otros, voluntariosas familias ensayan reciclados. Pero pasará un camión apestoso que volverá a juntar la materia orgánica con la inorgánica, y probablemente ambas se quemarán, generando un olor nauseabundo que, con justicia poética, disfrutarán todos por igual.

Y entre pirámides de mugre acumulada, frente a viviendas precarias cuyas antenas de televisión satelital tejen espectrales telarañas, hogares sin vereda ni servicios -ni siquiera agua potable-, jugarán niños: acostumbrándose a un “ecosistema” donde no faltarán moscas, cucarachas ni ratas. ¿Ésta es la famosa economía circular?

Sólo puedo pensar que así surgió esa plaga del viejo-nuevo tiempo: los alacranes. La pestilencia, el hedor, enfermedades asociadas. Nuevas epidemias y peores problemas que los relativos al covid, mire Doña.

Mientras tanto, los porteños son informados sobre el funcionamiento de un modelo ejemplar, conducido por los “gobernantes de mejor imagen del país”, paradigma que, en rigor de verdad, cuesta creer que exista.

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