Monarquías: presente y futuro (primera parte)

Por José Emilio Ortega y Santiago Espósito

Monarquías: presente y futuro (primera parte)

Entre las formas de gobierno identificadas en la “Política”, dice Aristóteles: “Tenemos la costumbre de llamar monarquía al gobierno unipersonal que atiende al interés general”. Indicaba el Estagirita que, en cualquier orden adoptado, mientras se ejerciera el poder en vista del interés general, sus constituciones políticas serían rectas: quien reina lo hace porque “sobresale extraordinariamente por encima de los demás”. Pero serían desviaciones las prácticas de gobierno que atiendan al interés de uno o pocos, que en la monarquía derivan en tiranía, “la peor degeneración, la más alejada de la verdadera constitución”.

También señaló Aristóteles que la monarquía comprendía muchos géneros. Refiere la de los tiempos heroicos (hereditaria y consensual), la espartana (militar), la eximia (electiva, temporal o vitalicia), despótica (absoluta), entre las sobresalientes, cada una de ellas ejercida de modo particular en diferentes rincones del mundo conocido.

Cicerón -recuerda Bobbio- profundizará en la “República”, en otro contexto, sobre las virtudes monárquicas, advirtiendo que un gobierno mixto -combinando equilibradamente elementos de la aristocracia y la democracia- sería una alternativa superior, previsible, con roles estables.

En tanto, pasó la evolución histórica de las formas humanas de autoridad. La monarquía sobrevivió: sus genes se hallaban presentes en los primeros clanes mesopotámicos, se consolidaron en Egipto, viraron hacia las castas en la cultura hinduista, se hicieron dinastías imperiales en China, mutaron en Roma, hasta el imperio. Se hicieron feudales en la Edad Media. Hubo monarquías en las civilizaciones precolombinas americanas.

Contemporáneamente, se receptaron atavismos, o lograron adaptaciones, tomando algo de Aristóteles o Cicerón, incorporando a Maquiavelo, Locke o Montesquieu, y haciendo camino en la experiencia.

En el siglo XIX, las monarquías constitucionales coexisten con absolutismos -imperios otomano, ruso, japonés, chino-, bonapartismo -Francia, Prusia- y otras variantes -Imperio del Brasil, intentos imperiales en México, monarquías de la zona del Caribe-), etcétera.

En el siglo XX la Primera Guerra desnuda la contradicción entre las dinámicas social -más veloz- y política, enquistadas un sinnúmero de atrasadas coronas europeas; continuadas por ensayos “republicanos”, que fueron acaso remedo de monarquías desvirtuadas, donde civiles o “plebeyos” (Italia, Alemania) devinieron en tiranos, intentando refundar imperios absolutos (con centralización, abolición de controles internos, expansionismo), sucumbiendo en la Segunda Guerra, junto al absolutismo japonés, aliado en el conflicto.

Su paradoja (que de algún modo aplica también al fin de la guerra fría con la implosión de la URSS) justifica a North cuando señala que la dependencia de una trayectoria histórica explica la persistente influencia del pasado sobre el futuro, como también sus abruptos cambios de recorrido (cuando el “sistema de creencias” social, que incluye a las instituciones que la rigen, no es consistente con los resultados esperados).

Llegamos al siglo XXI; dejamos a los pensadores y apelamos a la CIA. Según su tipificación de estados, 25 países adoptan la monarquía -en los hechos son algunos más-, sin perjuicio de que otros 14 forman parte de la Commonwealth, mancomunidad liderada por el Reino Unido. Las clasifica en: Absolutas (Arabia Saudita, Suazilandia, para algunos Marruecos, aunque posee un Parlamento lo que la haría “híbrida”); Constitucionales (Baréin, Bután, Japón, Jordania, Liechtenstein, Mónaco, Tailandia -parlamentario, pero con intervención militar-); Emiratos (Qatar -de vocación absolutista-, Emiratos Árabes Unidos -suerte de confederación con preeminencia de una corona sobre el resto, Kuwait -constitucional-); Parlamentarias en diversos matices (Bélgica, Camboya, Dinamarca, España, Lesoto, Luxemburgo, Malasia, Noruega, Países Bajos, Reino Unido, Suecia, Tonga), Sultanatos (Brunéi, Omán, de tendencia absolutista); en “sentido amplio” (Andorra -coprincipado-, Vaticano -su soberano es el papa, de corte absolutista, teocrático y electivo por la intervención del colegio cardenalicio-, Samoa -monarquía de facto electiva que combina elementos del parlamentarismo y tradiciones locales- y la Soberana Orden de Malta, “personería monárquica” sin estado, sujeto del derecho internacional).

Los cambios y un “caso testigo”

Tras las revoluciones de 1648 y 1688 en Inglaterra, 1776 en los EE.UU. y 1789 en Francia, las constituciones políticas evolucionaron jurídicamente. Cuando los monarcas comparten su poder (cortes, parlamentos), las leyes fundamentales actualizan el concepto de soberanía. La sustancia del poder no es el trono o la potestad de Dios, hundiendo su raíz en la base popular, la nación, el pueblo; colectivo que asigna al monarca competencias y lo hace responsable frente a organismos establecidos. Sigue manteniendo cuotas de autoridad formal y material, y un tratamiento protocolar extraordinario, respetado incluso por las potencias republicanas aún en la actualidad.

América Latina tuvo otro devenir, estrenando el republicanismo, tras la independencia de los Estados Unidos, y bajo la forma federal; modelo que se irradió hacia el sur del continente, en muchos procesos de independencia hispano-americanos. El primer constitucionalismo americano procuró un entramado institucional alejado del modelo inglés, pero debía imitar algunas de sus características y efectos por representar prácticamente el único ejemplo disponible.

Nuevas teorías políticas habían apuntalado en Europa las monarquías constitucionales, y se pensó en América adoptar gobiernos fuertes bajo la forma republicana; pero la idea de república existente entonces la hacía poco compatible con grandes Estados y la propia construcción liberal. Además, el necesario “poder moderador” -que avistó Constant- se avenía tradicionalmente con instituciones permanentes que no dependieran de las tendencias políticas para su instalación. De ese modo, mientras el continente joven ensayaba la república, en el viejo mundo, “monarquía” evolucionaba en moderación, unidad y cohesión nacional al respetar su “soberanía histórica”, acotando la revolución.

El Reino Unido explica este recorrido desde el siglo XVII, cuando Europa marchaba hacia el absolutismo y Carlos I pretendía respetar esa tendencia. Resistido, tras una guerra civil, el monarca fue decapitado como muchos de sus seguidores y sobrevino un interregno republicano dictatorial -Cromwell-. La estructura, munida de contrapesos, ya estaba preparada cuando Jacobo II pretendió imponer la religión católica, en una nación predominantemente protestante. Nobles, parlamentarios y miembros del clero cercaron la iniciativa. El rey abandonó el trono y se ajustaron los mecanismos de la monarquía parlamentaria, con una jefatura de estado que además encabeza institucionalmente la vida confesional, y una jefatura de gobierno (primer ministro), sostenida por el Parlamento -donde confluyen los lores espirituales o temporales (ambos vitalicios) y los comunes (electos por los ciudadanos por un período, reelegibles), creciendo estos últimos en su peso decisional.

Pocas veces mencionada en la historia constitucional, mucho incidió en aquel devenir el sector financiero. El Banco de Inglaterra fue creado a fines del siglo XVII, y realizaba créditos al rey con el aval de los impuestos parlamentarios. La deuda real pasaba a ser deuda pública con aval del Parlamento. Al aprobar la financiación del ejército, el Parlamento aseguró su existencia.

La actual reina británica, Isabel II, debió atender semanalmente en su despacho, en su reinado de casi siete décadas, conferencias con 14 primeros ministros. Mantiene responsabilidades regias en Antigua y Barbuda, Australia, Bahamas, Belice, Canadá, Granada, Jamaica, Papúa Nueva Guinea, San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas, Santa Lucía, Tuvalu.

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