El número de jueces de todas las instancias de la justicia federal (y al muchísimo mayor de todas las justicias provinciales) que protagonizan hechos lamentables son apenas un puñado, que se puede contar con los dedos. Quizá pueda haber algunos más que le ceden competencia a ese puñado por razones de comodidad, pero la inmensa mayoría de los jueces de nuestro país no tiene nada que ver con esos hechos censurables. Esto explica que, quien observe nuestra magistratura desde sus cúpulas y luego desde sus bases, se admire de que éstas últimas todavía funcionen y no lo hagan tan mal.
Pero no sólo funcionan sus bases, sino que de repente emiten algunos destellos que asombran y deben llevarnos a rechazar cualquier generalización y, por cierto, uno de los más deslumbrantes de estos días fue el veredicto de la justicia federal del Chaco, en el caso conocido como la “masacre de Napalpí”, que declaró delito contra la humanidad ese terrible crimen cometido el 19 de julio de 1924.
Después de casi un siglo, la justicia federal dio por probado que unas 1.000 personas estaban reclamando por su situación de servidumbre, cuando se abrió fuego sobre ellas por parte de unos 100 policías del territorio nacional, gendarmes y algunos civiles, apoyados por un avión con ametralladora, dando muerte indiscriminadamente a 400 o 500 de las personas allí reunidas, con clara alevosía, puesto que estaban desarmadas y se las mató sin previo aviso, y con ensañamiento, puesto que al parecer algunas fueron rematadas, se separaron sus cabezas como trofeos y se persiguió a los sobrevivientes (art. 80 inc. 2º del código, que estaba vigente desde dos años antes).
El veredicto dice que se trató de “un crimen de lesa humanidad cometido en el marco del genocidio de los pueblos indígenas”. Es la primera vez que nuestra justicia reconoce abiertamente el genocidio de nuestras comunidades originarias. Algún pseudoliberal lanzará la insensatez de que pretendemos condenar a Pizarro, a Cortés o al propio Nerón. Es obvio que no se trata de eso, sino de hechos que ocurrieron en vigencia de nuestra Constitución y de nuestro código penal, y que son imprescriptibles conforme al derecho internacional consuetudinario reafirmado ahora por tratados. Nuestro Pueblo y los descendientes de las víctimas tienen el pleno derecho de conocer la verdad, aunque no quede con vida ninguno de sus perpetradores materiales.
Por otra parte, queda claro que este crimen no fue un hecho aislado, sino que forma parte de un plan sistemático de genocidio de poblaciones originarias, que no sólo se cometió en la Argentina, sino que fue emprendido por el neocolonialismo en toda América (incluyendo Canadá y EEUU) y en Oceanía, siempre para usurparles sus tierras ancestrales a los “salvajes”, y que aquí y ahora se pretende continuar, al punto que no faltan algunos diputados -que se disfrazan bajo el respetable nombre de “libertarios”- para proponer la derogación de la ley 26.160.
Pero, además del genocidio, es muy difícil que una masacre de esas proporciones haya sido decidida por las autoridades de una gobernación que dependía del ministerio del Interior de la Nación, pues el Chaco no era provincia y, además, en un hecho de esta naturaleza no se encubre a los perpetradores ni se lo oculta para garantizar la impunidad, sin la decisión de una autoridad de mayor jerarquía que el gobernador de un territorio federal.
Por eso, no es para nada descaminado preguntarse quién era el Ministro del Interior al tiempo del hecho, y echar una mirada sobre su biografía y antecedentes: se trataba de Vicente C. Gallo, que en 1920 participó en la fundación de la “Liga Patriótica Argentina”, entidad de extrema derecha prefascista inspirada en los discursos del “antidreyfusismo” francés de Charles Maurras, en la tradición de los jóvenes distinguidos que habían protagonizado el primer “progrom” de América y que en 1930 invadirían y vandalizarían la modesta casa de Yrigoyen.
Pero quizá esto fuese una cuestión ideológica de importancia menor, pues lo más significativo es que Gallo pertenecía a la oligarquía azucarera tucumana y poseía 190.000 hectáreas, presidió en Centro Azucarero Argentino, formó parte de directorios de bancos, de los ferrocarriles ingleses y fue abogado de la famosa concesionaria de electricidad CHADE (la del escándalo de corrupción de los 100.000 pesos a cada concejal), habiendo llegado al ministerio por renuncia de Matienzo en noviembre de 1923, quien no se ponía de acuerdo con el interventor en Tucumán con motivo de la huelga de obreros del ingenio Hileret.
Desde su cargo intentó derogar por todos los medios las leyes laborales tucumanas que establecían la jornada laboral de once horas, el descanso dominical y la prohibición de trabajo en los ingenios de niños de menos de catorce años.
Gallo formó parte del radicalismo “antipersonalista” y permaneció en el ministerio del Interior hasta 1926, pues renunció cuando Alvear rechazó su proyecto de intervenir la Provincia de Buenos Aires para evitar el triunfo de Yrigoyen. En 1928 acompañó en la fórmula derrotada a Leopoldo Melo como candidato a vicepresidente. Después del golpe de 1930 se sumó al contubernio que, luego de desconocer el triunfo radical del 5 de abril de 1931 en la Provincia de Buenos Aires, proscribió al radicalismo y llevó al gobierno a Agustín P. Justo, es decir, que acabó siendo un activo promotor de la década infame, ocupando desde 1934 el rectorado de la Universidad de Buenos Aires, cargo que desempeñó hasta 1941, falleciendo al año siguiente.
No se trata de condenar a ningún muerto, pero estos datos aumentan la sospecha de que el crimen de lesa humanidad ahora condenado no fue del todo resuelto en el Chaco. Es posible también que desde Buenos Aires haya llegado una orden de reprimir, pero sin especificar detalles. Son hipótesis que no se pueden comprobar ahora, pero incluso en la menos grave, no deja de generar cierto indicio de un altísimo grado de responsabilidad de la autoridad nacional.
Para nuestras elites, como para las del resto de nuestra América en tiempos de las repúblicas oligárquicas, los indios no eran demasiado humanos y, en nombre del “progreso” debían ser exterminados o “asimilados”, para dejar bien configurados países “blancos”, sin indios ni negros. Napalí fue uno de esos episodios y hoy es la justicia federal la que lo recupera del olvido, lo trae a la memoria colectiva y lo enmarca en el plan sistemático de exterminio de nuestra oligarquía, en este caso no “vacuna” sino “azucarera”, alguno de cuyos brotes, medio siglo más tarde, no fue por cierto ajeno al genocidio de “seguridad nacional”.
Este veredicto, que formará parte de una sentencia histórica, nos permite echar un vistazo sobre la base de la estructura de nuestra magistratura y sorprendernos con su destello. Ahora que los gobernadores discuten la posibilidad de federalizar en serio nuestro Poder Judicial, mirando desde la base, con este notable veredicto recibimos una dosis de optimismo: no funciona tan mal y con una cúpula federal funcionaría mucho mejor. Todavía quedan jueces en nuestro país y son muchos.
Profesor Emérito de la UBA.