El perfil de una red social dice más de lo que parece. Intereses, ideas, ubicación, vínculos afectivos. Pero también puede funcionar como una fotografía del tiempo que habitamos, una imagen sincrónica de lo que el mundo valora, proyecta y consume.
En este teatro de representación digital, donde la identidad se fabrica con imágenes, frases breves y símbolos de pertenencia, Taylor Swift ha construido una figura que parece ir a contramano de la velocidad y lo fugaz: la de una artista melancólica, introspectiva. En su cuenta oficial puede leerse: “en el amor y la poesía, todo vale”. Una consigna que, lejos de ser inocente, señala un camino estético. Y estratégico.
Poetas tristes (mainstream contento)
Su última obra, “El Departamento de Poetas Torturados” (2024), editada en diversos formatos y extensión, no solo es un éxito global identificado con la sigla TTPD, sino también una apuesta narrativa. Swift ha dicho que algunas canciones están escritas con “versos pasados de moda, como si fueran de un poeta del siglo XIX que escribe a la luz de las velas”. Refiere en letras del álbum, a íconos como Casandra o Emily Dickinson, pasando por Dylan Thomas o Neruda. Se pregunta, si por ver visiones, es mala, loca o sabia (“Guilty as Sin?”). Se percibe construyendo castillos de arena que otros destruyen (“My Boy Only Breaks His Favorite Toys”). En un tiempo que celebra la inmediatez, ella invoca sombras, candelabros y tinta triste. Será que porque para ser poeta hoy todavía hay que sufrir.
Esa figura, la del poeta torturado, tiene una genealogía reconocible. César Vallejo, por ejemplo, vagando en París (a estas alturas una capital global de la poesía), pobre e incomprendido, anticipando su muerte en versos premonitorios. Lord Byron, Bécquer, Coleridge, Dumas, Rimbaud, Baudelaire, Víctor Hugo. Todos ellos, también Sarmiento en nuestro país, con su “Facundo”, formaron parte de un romanticismo que reivindicó la subjetividad, el dolor y la resistencia del individuo frente al orden.
Romanticismo: de la vela al algoritmo
El romanticismo, surgido tras la Revolución Francesa, puso en el centro al “yo”: único, irrepetible, emocional. Se opuso a la lógica ilustrada que miraba a las personas como engranajes racionales de un sistema. En cambio, exaltó el conflicto interno, la tensión con el entorno, la idea de que el alma humana es una fuerza en pugna con el mundo.
En el siglo XXI, ese “yo” sobrevive como puede. Debe integrarse a un sistema económico y productivo que lo exige activo, útil, disponible. Pero también debe mostrarse genuino, distinto, fiel a sí mismo. Una tensión permanente. ¿Es posible conservar la propia esencia y, a la vez, ser parte de la sociedad? ¿Se puede habitar el presente sin ceder ante sus reglas?
A menudo, ese “yo” termina doblegado por las convenciones, por las mayorías, por los dispositivos del Estado diseñados para garantizar la convivencia. Y, sin embargo, la idea de libertad individual resiste, a veces reconvertida en libertades colectivas, en construcciones de identidades nacionales que combinan pasado más o menos idealizado y demandas actuales.
En ese cruce, aparece Taylor Swift. Además de ser una artista hiper talentosa, es una eminencia del marketing. Su decisión de asumirse como poeta y reivindicar una sensibilidad romántica, convencida de que “Los viejos hábitos mueren gritando” (“The Black Dog”) es, también, una jugada cultural e identitaria. En un mundo que corre detrás de lo inmediato, ella se detiene en el dolor. En una industria que banaliza, ella dramatiza. Y convierte esa intensidad en contenido, en producto, en marca sentenciando: “Construí un legado/que no puedes deshacer” (“TanK you alMee”
La poesía, mientras tanto, sigue siendo un género marginal. En muchas librerías no tiene sección propia (y jamás la tendrá). Ni siquiera el Nobel a Louise Glück en 2020 impulsó reediciones ni una demanda significativa de lectores. Cuando uno de los autores de esta nota, dirigiendo un sello editorial reconocido, propuso lanzar una colección de antologías poéticas latinoamericanas, se encontró con planteos sorprendentes (sólo disipados cuando una de esas obras ganó el Premio Casa de las Américas).
Ser poeta, ayer y hoy, implica algo más que escribir: supone aceptar cierto grado de marginalidad. Que una figura como Taylor Swift logre convertir ese estereotipo en una fortaleza comercial y simbólica no deja de ser sugestivo y relevante.
Nuestro siglo, un collage
Por las venas del siglo XXI corre sangre ilustrada mezclada con bits, inteligencia artificial y selfies; pero también fluye la romántica, esa que se extraviaba entre los empedrados, convirtiéndolos en islas, como escribía (seguramente angustiado) Charles Baudelaire, con su exaltación de las emociones, la autonomía individual y, por qué no, cierto narcisismo.
Somos la herencia de traumáticas decepciones que quizá tuvieron su punto inicial en París, 1789. Y aquí estamos, en esta centuria que a veces parece copiar modas pasadas mientras aún busca su identidad. Entonces Taylor Swift dice en las redes que escribe canciones con tinta melancólica sobre un papel apenas iluminado por un candil que refleja su propia sombra, que es hasta donde llega su publicitado mundo de tormento y conflicto ¿Pero qué pasa en su lado oscuro? Arriesgamos la respuesta de “I Can Do with a Broken Heart”: “Todos los pedazos de mí se hicieron añicos mientras la multitud gritaba: ¡Más!”
Confiesa Taylor en “Who´s Afraid of Little Old Me”: “yo era mansa, era gentil hasta que la vida de circo me hico cruel … Soy lo que soy porque ustedes me entrenaron” ¿Subvierte Swift el orden establecido con su figura de “poeta torturada”? ¿O más bien lo refuerza, al convertir el sufrimiento en contenido monetizable y trending? Mientras el público tiene la última palabra, la artista cantará por siempre, a modo de ruego: “ojalá pudiera olvidar / cómo casi lo tuvimos todo” (“LOML”).