Hoy se cumple un año de la canonización de Mama Antula, lo que nos invita a buscar sus huellas en la ciudad de Córdoba, donde vivió durante dos años.
María Antonia de San José, quien pertenecía a la familia de los Paz y Figueroa, había nacido en Santiago del Estero, hacia 1730. A los 15 años hizo sus votos de castidad y pobreza ante los altares y luego fue beata de la Compañía de Jesús durante toda la vida. Ella, como otras tantas mujeres, adoptó una particular forma de vida que se desarrollaba fuera de los conventos -y por tanto sin sujeción a ninguna autoridad eclesiástica, como tampoco de los maridos-. Las beatas generalmente se ocupaban de tareas solidarias, tal como lo hicieron las radicadas en Santiago del Estero, La Rioja, Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires en tiempos virreinales.
Como bien ha señalado la investigadora argentina Alicia Fraschina, se trató de mujeres que buscaban nuevas vivencias y espacios alternativos en el marco de sociedad tradicional y patriarcal; aunque en ocasiones fueron blanco de sospechas de autoridades eclesiásticas y seculares y, a las que añadimos, las inquisitoriales.
María Antonia como beata y hasta antes de la expulsión de la Compañía dispuesta por el rey Carlos III, se encargaba de la preparación de alimentos en la casa de ejercicios que tenía la orden en Santiago del Estero. Pero a partir de 1767, se trasformó en misionera y peregrina, llevando los ejercicios ignacianos por la ruta que había trazado la presencia de la orden: Jujuy, Tucumán, Salta, Catamarca, La Rioja, Córdoba y Buenos Aires.
Me gusta pensarla como una mujer, más que como santa: singular, decidida y audaz para los tiempos que le tocó vivir. No solo por conformar el gran colectivo de quienes el discurso de la monarquía había definido como débiles e incapaces; sino también como beata que pretendía sostener la espiritualidad ignaciana, aún en tiempos tan adversos.
Una mujer que viajaba a pie o en carretilla, apenas acompañada, por los caminos polvorientos y deshabitados que unían las pocas ciudades que conformaban el virreinato. Al acecho de animales o de posibles salteadores, durmiendo a la intemperie y apenas comiendo lo que le daban de limosna. Un modo de viajar muy alejado de lo previsto para ella y menos aún para su grupo social de origen.
La imagino recorriendo el camino desde Santiago hacia Córdoba, en la zona de Río Seco, donde los caminantes, como contemporáneamente lo había hecho Concolorcorvo, corrían el riesgo de perderse en los laberintos, como también del riesgo del ataque de pumas.
Seguramente, cuando llegó a Córdoba en 1777, quedó impactada por el legado arquitectónico que había dejado la Compañía y que aún hoy podemos evidenciar en la Manzana jesuítica. Aquí entabló amistades que conservaría durante toda su vida: las monjas teresas, Margarita Melgarejo -su heredera en la Casa de Ejercicios de Buenos Aires- y Ambrosio Funes, su primer biógrafo.
Sin duda, los dos años que permaneció en la ciudad dejaron su huella espiritual en buena parte de la sociedad, pero también hoy es posible ir tras sus rastros en el centro histórico de una de las urbes más habitadas de Argentina.
En este punto, cabe señalar que en tiempos de los jesuitas, hubo un grupo de beatas que vivía bajo la dirección espiritual de la orden en una modesta propiedad que se encontraba frente a la Iglesia de la Compañía. Ellas prestaban ayuda en la atención de la Casa de Ejercicios –llamado Noviciado Viejo- y obtenían el sustento mediante la realización de trabajos manuales, así como de limosnas. Luego de la expulsión, la construcción quedó deshabitada y allí fue a vivir María Antonia junto a sus acompañantes.
Fue entonces cuando estas mujeres volvieron a dar vida a los cuartos, la cocina, el patio y el corral y que hoy ya no existen en la plazoleta de la Compañía. También, desde allí escribió a Pedro de Ceballos, tras ser nombrado primer virrey del Río de la Plata, para comunicarle sus objetivos, logros y contarle sus proyectos. Asimismo, escribió gran cantidad de cartas en el marco de una red transatlántica de vínculos, que incluía jesuitas, y que mantuvo hasta el final de sus días. Según señala Carlos Ponza, la propiedad fue demolida en el siglo XIX, tras el regreso de la orden y allí se construyó la sede de la Asociación Católica de los Hermanos de San José.
También, podemos imaginarla en el patio del que fue el Colegio de Monserrat y que años más tarde se trasformaría en el Colegio de las Niñas Educandas, hoy Museo de Sal Alberto (Calle Caseros y Obispo Trejo)
Habida cuenta que con la comunidad de las carmelitas forjó una sincera amistad, hoy se puede visitar la iglesia del monasterio de San José, donde por ese entonces, los 19 de cada mes se celebraban misas a su pedido, para que se reestableciera la orden en el virreinato.
Finalmente, debido a la amistad y colaboración que la unió a Ambrosio Funes, un hombre de la élite de Córdoba, con de gran actividad pública, hermano del famoso Dean y quien la contactó con vecinos cordobeses y curas de otras ciudades. Fue así como María Antonia frecuentó en reiteradas oportunidades su enorme casa que se hallaba en la actual esquina de Rivera Indarte y 9 de julio, y que fue demolida hace décadas.
María Antonia de Paz y Figueroa, María Antonia de San José, Mama Antula, tres nombres para una mujer enorme, quien vivió durante dos años en una ciudad que despertaba con el trajinar de otras tantas, las más pobres, las mendigas, las que salían a la calle a trabajar, a vender pan o verduras y frutas en la Plaza Mayor (hoy plaza San Martín). Que vio pasar a esclavizadas en busca de agua para para las casas donde servían, de estudiantes que se encaminaban a la Universidad gestionada por los franciscanos, de varones que irían a pasar el rato a una pulpería y otros tantos, a rezar alguna iglesia, menos a una que permanecía cerrada.