Ucronías: la abolición del pasado

Por Antonio Oviedo

Ucronías: la abolición del pasado

A Hugo Suárez (1977-2023), in memoriam

Napoleón, 1812

Un pasado que no existió. Esta suerte de definición casi concluyente de la ucronía demanda por cierto examinar algunas justificaciones. Todas ellas orientadas a deslindar los desfasajes entre el pasado histórico y la ulterior alteración practicada por la textualidad ucrónica. Una reciente traducción del libro de Emmanuel Carrère (publicado en Francia en 1986) se titula “El estrecho de Bering”, y lleva como subtítulo aclaratorio “Introducción a la ucronía”, pues sus desarrollos trazan un panorama conciso y a la vez abarcador acerca de ese intento de “modificar lo que ha sido” -afirma su autor- inaugurado hacia 1836 por Louis-Napoleón Geoffroy, con “Napoleón o la conquista del mundo, 1812 a 1832”, en la cual la denominación de ucronía no es mencionada, aunque sí son evidentes los procedimientos que permiten identificar sus peculiares rasgos discursivos. En síntesis: Napoleón, pese a las recurrentes adversidades militares (la victoria pírrica en una Moscú incendiada) y climáticas que van diezmando su ejército, no se retira de Rusia en 1812, sino que llega a San Petersburgo y toma prisionero al zar Alejandro I, etc.

Napoleón y Beria

Cuarenta años más tarde, en 1876, Jules Renouvier publicó su libro “Ucronía”, en el cual acuñó dicho término y donde relata la victoria de Napoleón en Waterloo y sus consecuencias posteriores. Este solo y desmesurado cambio borra la restauración borbónica, el infatuado y glotón Luis XVIII permanece en Londres, el imperio napoleónico se consolida en toda Europa, etc. La historia adopta por lo tanto un curso radicalmente distinto, a cuya posibilidad no son ajenas sagaces y persuasivas demostraciones de esta obra maestra, asegura Carrère, de la ucronía.

Coincidentemente, no se podría soslayar el título de “El estrecho de Bering”, elegido por Carrère para designar irónicamente un lugar geográfico cuya ortografía es casi idéntica al del apellido del tenebroso Beria, jefe de la NKVD, la criminal policía política de Stalin entre 1938 y 1953. Cayó en desgracia tras la muerte del feroz “padrecito” y fue ejecutado. En la Enciclopedia Soviética se reemplazó -con un humor rayano en la abyección- el retrato de Beria (expulsado de la nomenklatura y de su pasado) por la foto de un paisaje del mencionado estrecho que separa el territorio ruso del de Alaska.

Philip K. Dick

La obra de Philip K. Dick (1928-1982) suele catalogarse dentro del ámbito de la ciencia ficción. Su novela “Sueñan los androides con ovejas eléctricas” confirma, excediéndolo, el rótulo anterior: inspiró el alucinante filme “Blade Runner”, de Ridley Scott, cuyo tratamiento fusiona ciencia ficción, distopía, estéticas neo noir y ciberpunk. Y si se habla de “El hombre en el castillo” (1963), la ciencia ficción desemboca en una suerte de doble ucronía. Una trama sustentada además en la idea de sincronicidad, que Dick toma del juego del I Ching, cuyos hexagramas abren una conexión inmediata de todos los hechos del mundo. Aspectos que a su vez -señala el filósofo David Lapoujade en su riguroso trabajo “La alteración de los mundos”- implican un cuestionamiento drástico del principio de causalidad que rige la realidad. Los aliados perdieron la Segunda Guerra, los países del Eje dominan militar, política y económicamente el mundo: Japón a la mitad de EEUU, Alemania a Europa y a la otra mitad de EEUU. El nazismo prosigue con el exterminio de los judíos y todos sus jerarcas -excepto Hitler- buscan ser los amos absolutos del planeta. La original vuelta de tuerca realizada por Dick en su relato consiste en incluir a un escritor que ha escrito una novela (“La langosta se ha posado”), en la cual se invierte la ecuación: Alemania y Japón fueron vencidos en la Segunda Guerra… Además del recurso de la “mise en abîme” (una novela dentro de otra), la ucronía enuncia una bifurcación, que nos lleva al umbral mismo en el que aquélla funda su característica más específica: la convergencia entre lo permanente y lo provisorio, o entre lo fugaz y lo duradero.

Una pulsión zigzagueante, al cual el relato novelesco se amolda mediante los vaivenes de unos parcos diálogos que conforman el centro de gravedad de la prosa dickiana.

 Masoller I

 Difícilmente se agotará la admiración que despierta Borges con su gran arte de las frases precisas y enigmáticas, complementado por su capacidad de convertir la erudición -diría Piglia- en sintaxis. Su cuento “La otra muerte” refleja las observaciones precedentes. Un joven entrerriano de 20 años, Pedro Damián, se sumó, hacia 1904, a la revolución de Aparicio Saravia y participó en la batalla de Masoller (al norte del Uruguay) contra los colorados. Borges, usando el título de la gran novela de Faulkner, la califica como “el sonido y la furia de Masoller”; tales fueron los ribetes de la devastadora violencia que alcanzó el enfrentamiento. Los blancos de Saravia lanzan una salvaje carga de caballería: en ese intento un disparo mata en el acto a Pedro Damián. Narrador y personaje real al mismo tiempo, Borges se topa en determinado momento de la elaboración de su relato fantástico sobre la derrota de Masoller con dos Pedro Damián, el que muere heroicamente y el que actúa como un cobarde y luego vive aislado 42 años en el monte.

Masoller II

Empieza aquí a dibujarse la incipiente y porfiada secuencia de una ucronía; primero el coronel Tabares (que encabezó las tropas en Masoller) recuerda que Pedro Damián “flaqueó” en la batalla; en otra charla con Borges, se halla presente un médico, quien ensalza al osado joven arremetiendo a galope tendido y gritando insultos. Por último, Tabares le escribe a Borges una carta en la que reivindica “al entrerrianito que hizo punta en la carga de Masoller”. Para colmo, Patricio Gannon, un traductor amigo de Borges, niega haberle prometido realizar una traducción de “The Past” (acerca de la irrevocabilidad del pasado) de Emerson. Y tampoco se acuerda de haberle entregado una foto que tomó de Pedro Damián… Un sordo malestar (“un principio de terror”, aclara Borges) invade el ánimo del escritor inmerso en esta situación inquietante a la que, como se dijo, cabe llamar ucronía. Ante tantos hechos que constituyen “un escándalo para la razón”, Borges opta por forjar la conjetura de una intervención divina, que “explicaría” las dos muertes. Dios le habría concedido a Pedro Damián durante segundos el milagro de morir luchando intrépidamente en Masoller, cuando agonizaba 42 años más tarde en medio del monte. Borges consulta fuentes filosóficas y teológicas (Aristóteles, Santo Tomás, Fredegario de Tours, etc.) y una en particular (la que asoma en un opúsculo –“De divina Omnipotentia”- de Pier Damiani: un homónimo italiano de Pedro Damián que vivió nueve siglos antes…) que le permite formular una nueva suposición: “Dios puede efectuar que no haya sido lo que alguna vez fue”.

Poncio Pilatos  

“Una ruptura discreta con el orden visible”: estas palabras de Roger Caillois (1913-1978) bien podrían describir el común denominador de sus ensayos. El mimetismo, los minerales, la sociología del verdugo, los tesoros secretos, las sectas, la guerra, la novela policial, los sueños, el cuento de hadas, la mitología del pulpo, la del unicornio, el nacimiento de Lucifer, etc. son tematizados en sus numerosos libros. Lautréamont, Rimbaud, Saint-John Perse o Baudelaire fueron asimismo objeto de sus trabajos, como así también Borges, al que conoció durante su exilio argentino (1939-1945), y luego tradujo y difundió en Francia. Cabe igualmente recordar su exhaustiva y encomiable “Antología del cuento fantástico”, de 1958. Tres años después publicó “Poncio Pilatos”, su ucronía en la que Jesús de Galilea, tras su inicuo y afrentoso proceso, fue dejado libre y el cristianismo no irrumpió en la historia.

Mediante esa noción clave de Caillois, “la lógica de lo imaginario”, su ensayo examina los acuciantes dilemas del procurador romano de Judea atenazado por su dubitativa ecuanimidad moral y sus mezquindades de pusilánime. Ambas moldearon una rarefacta confluencia que determinó la absolución de Jesús. La escritura de Caillois recorre, con refinada elocuencia, con cierta calma sutilmente extraída de un tema álgido, esas horas vertiginosas y cruciales de la decisión de Poncio Pilatos. Conversaciones con su esposa Prócula, con amigos (el lúcido caldeo Murak), con un Judas que pactó su traición, con recalcitrantes sectores religiosos y políticos partidarios de la crucifixión, más el creciente descontento popular, todos agitan hasta el paroxismo sus respectivas incertidumbres. La exorbitante decisión de Poncio Pilatos la elucubró alguien -Caillois- “propenso a la ucronía por amor a la hipótesis, más que por desahogo revanchista”: tal es la perspicaz aclaración aportada por Emmanuel Carrère.

 La ficción ucrónica

Suscita la ucronía una relación contradictoria: por un lado, incredulidad no desprovista de blanda indiferencia, por el otro, gradual, paulatina aceptación de lo que se narra. Esta última perspectiva aparece desde el momento mismo en que afloran con no disimulada osadía los primeros esbozos de una imaginación que coexiste con cierta verosimilitud, la cual procura no ser desbordada por la acción que dicha imaginación efectúa en aras del acontecimiento que busca suplantar. Un forcejeo, entonces, entre esos dos espacios que pugnan por imponerse: el de la historia y el de la ficción donde reina la ucronía. Donde la ucronía ha erigido un reino que gira alrededor de su propio dispositivo de fabulación.

Dos preguntas se hacen oír aquí: ¿la ucronía fagocita la historia? ¿La historia atrae como un imán a la ucronía? Con las dos, la ucronía construye sus más discordantes registros. Cada tentativa por encasillarlos siempre choca con un resto ucrónico irreductible a las definiciones unívocas. Las fluctuaciones que atraviesan el cuento de Borges analizado más arriba aluden justamente a esa tozuda ambigüedad subyacente en toda ucronía cuya fuerza sigilosa empuja todas sus manifestaciones.

 

 

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