Finalizando 2024, en un planeta aún sacudido por los ramalazos de la pandemia de COVID-19, las relaciones internacionales atraviesan una etapa de incertidumbre.
La crisis sanitaria desnudó hace cuatro años las falencias de los sistemas sanitarios, expuso la ineficiencia de las instituciones multilaterales, sinceró el ascenso del multipolarismo y alentó la irrupción de actores individuales que empujan una incierta redefinición de las reglas del juego.
Dicho evento, el socioeconómicamente más disruptivo después de la Gran Depresión según muchas investigaciones, exacerbó la distancia entre potencias tradicionales y emergentes. Según el politólogo Richard Haas, avanzamos hacia un mundo “apolar” y fragmentado.
El rol de la Organización de las Naciones Unidas, plataforma para la resolución pacífica de conflictos y la promoción del desarrollo, menguó drásticamente, sin caer en la irrelevancia, pero infructuoso frente a acciones directas de los Estados, como señaló -entre otros- el investigador Stephen Walt. Aunque se haya apuntado que el principal éxito de la ONU fue prevenir otra guerra mundial (lo dijo su Secretario General Antonio Guterres en 2020, al cumplirse su 75° aniversario), especialistas como Joseph Nye señalan que un problema central de esta organización es no haber podido castigar a las grandes potencias ante excesos cometidos en estas décadas.
En los últimos años, la ONU parece quedar al margen de los conflictos más graves. No pudo evitar la guerra en Ucrania -a dos meses de cumplir tres años de agresión y devastación continua con riesgos ciertos de expandirse y diversificarse- ni establecer corredores humanitarios efectivos en diferentes puntos críticos del mundo (Afganistán, Haití, Sudán, Congo, Myanmar, Palestina). Además, su estructura heredada de la posguerra, con un Consejo de Seguridad dominado por las cinco potencias de entonces y con poder de veto, se percibe como obsoleta e ineficaz en un mundo multipolar.
Un fenómeno reciente y perturbador es el surgimiento de figuras individuales con influencia global, como multimillonarios tecnológicos, líderes corporativos o activistas que han encontrado en la crisis terreno fértil para avanzar en sus agendas particulares. Tal el caso de Elon Musk, criticado por su rol en el conflicto de Ucrania al restringir el uso de sus servicios satelitales. Y financistas como George Soros o Peter Thiel influyen en las agendas, sin depender de marcos institucionales.
El plebiscito sobre el rol de Estados Unidos (primera potencia mundial) en la agenda internacional quedó claro en las elecciones presidenciales de noviembre: un país dividido entre quienes buscan recuperar la hegemonía perdida y quienes abogan por una retracción en favor de intereses domésticos. El regreso de Donald Trump marca un punto de inflexión; en campaña prometió replegar el rol de su país en los organismos internacionales y consolidar un enfoque transaccional de las relaciones exteriores. «La de Trump no se va a parecer a ninguna administración, ni siquiera a la primera que tuvo. Espero que la gente se prepare para un cambio drástico», analiza la historiadora Anne Applebaum.
¿Hacia dónde vamos?
El contexto no ayuda. Como señala el economista Nouriel Roubini, “hay amenazas que no existían entre los 60 y los 80” y entre ellas refiere a la tregua entre EE.UU. y URSS, la ausencia de pandemias (la última había sido en 1918), la no existencia de complicaciones colectivas asociados a la tecnología como la IA y la robótica (que afectan a los empleos) y la estabilidad de los Estados. A ello suma la crisis medioambiental (su “leading case” es el llamado “cambio climático”) el alto peso de los sistemas de pensiones en los presupuestos por el envejecimiento de la población, y el significativo “ratio” de deuda privada y pública sobre los PBI (en las economías avanzadas, del 100% en los 70, pasamos al 420% en la actualidad).
Podemos sumar, con la catedrática británica Mary Kaldor, el concepto de “nuevas guerras”, conflictos en donde los grupos en pugna “están más interesados en aquello que pueden aprovechar durante la violencia, que en pensar en ganar o perder”. Según la autora, “un tipo de violencia que se reproduce a sí misma” que se manifiesta en América latina, Oriente Medio, África y Asia.
Estas formas se agregan -dice Kaldor-, por una parte, a los conflictos geopolíticos más clásicos que involucran de una u otra forma a potencias como EE.UU., Rusia y China, con tensiones que de mantenerse constantes encierran un gravísimo peligro por su eventual letalidad. Y, por otra, a las guerras remotas (con drones) que toman formas de caos colectivo o de ataques individuales. Experiencias que según la autora, se retroalimentan.
En tal contexto, atento a la franca retracción del multilateralismo, algunos analistas analizan como posible la pérdida de influencia de la OTAN, alianza militar cuestionada por Trump por desactualizada, exigiendo mayores contribuciones financieras de sus miembros, en un momento crítico para la seguridad europea frente a Rusia. Similar actitud planteó para el caso de Taiwán, frente a su conflicto con China.
En materia ambiental, durante su primer mandato, Trump retiró a Estados Unidos del Acuerdo de París. Un regreso a su agenda aislacionista podría significar la suspensión definitiva de compromisos sobre cambio climático (sumado al fracaso de las COP realizadas en Colombia y Azerbaiyán durante 2024), vaciando la lábil cooperación en este ámbito.
El multipolarismo “fáctico” podría avanzar en aranceles y restricciones tecnológicas, fragmentando la economía global y re direccionando las relaciones comerciales.
Se avecina un mundo más táctico, centrado en intereses domésticos. Las confrontaciones directas se vuelven más tangibles. En palabras del académico Fareed Zakaria, será imprescindible una “cooperación pragmática” entre países, más instrumental. ¿Será posible lograrla? ¿Alcanzará?