En Córdoba, cada año la marcha por el derecho a la salud mental recuerda una verdad incómoda: existe una ley que garantiza derechos, pero también una realidad que los vulnera sistemáticamente. En esa distancia —entre lo que dice el papel y lo que sucede en hospitales, barrios, escuelas y casas— caen personas reales. Caemos todos.
Como usuaria de salud mental, conozco el costo de ir a terapia, pagar medicación, dedicar tiempo y energía a “estar mejor”. La atención profesional se complementa con lo que cada quien pueda sostener: escuchar podcasts, leer libros o artículos, apoyarse en amigas para entender mejor lo que nos pasa. La salud mental es fundamental, pero sostenerla es difícil cuando requiere recursos que muchas veces no abundan. Escuchando el podcast Cero Miligramos, de Santi Talledo, y las vivencias que allí se comparten, decidí abordar esta nota en la previa de la 12° Marcha, para reponer el debate en su urgencia: la salud mental no puede depender del privilegio.
Salud Mental: entre el marco legal y la realidad
La licenciada Jaschele Burijovich, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNC y parte del Colectivo por el Derecho a la Salud Mental, lo sintetiza sin rodeos:
“El mayor obstáculo para la plena implementación de la Ley de Salud Mental en Córdoba radica en la crónica subinversión pública en el presupuesto destinado a salud mental”.
Según explica, en los últimos diez años la provincia nunca ha superado el 6% del presupuesto total de salud, cuando las recomendaciones internacionales establecen destinar al menos un 10%.
Esa falta de inversión no es abstracta: se vuelve concreta en la precarización de los equipos interdisciplinarios, en el deterioro de la infraestructura pública y en la imposibilidad de abrir o sostener dispositivos alternativos al encierro. “Se impide la creación de centros de día y casas de medio camino que garanticen externaciones dignas”, señala Burijovich, y agrega que también limita el apoyo a los municipios responsables de la atención comunitaria. El cambio de paradigma que propone la Ley Nacional 26.657 —dejar atrás el encierro manicomial en favor de abordajes basados en la comunidad— queda, así, relegado a una declaración de intenciones.

¿Qué sucede cuando el modelo de atención se basa en dispositivos que no existen o que son insuficientes? La respuesta aparece en la vida cotidiana: personas internadas por más tiempo del que necesitan, familias sosteniendo solas situaciones que deberían ser acompañadas y una sensación extendida de desborde. Cuando no hay herramientas para el cuidado, crece la tentación de ofrecer respuestas que no resuelven el problema: “Ante situaciones que son sociales y sanitarias, se termina recurriendo a respuestas punitivistas”, lamenta Burijovich, señalando la preocupación por traslados a entornos carcelarios y la criminalización del sufrimiento psíquico.
A la crisis presupuestaria se suma el impacto del contexto socioeconómico en el malestar emocional. “El malestar no es primariamente una falla individual —remarca Burijovich—, sino consecuencia de condiciones de vida desfavorables como la pobreza y la falta de empleo”. Sin embargo, el discurso social continúa responsabilizando al individuo, como si se tratara de una cuestión de voluntad. ¿Cuántas veces se escucha que “está así porque quiere”? ¿Cuántas veces se reduce la angustia a una exageración personal?
En ese vacío de respuestas sostenidas, las juventudes son quienes más padecen la falta de sistemas de apoyo. Cada vez se registran más casos de ansiedad y depresión a edades tempranas y aumenta la sensación de desamparo. Pedir ayuda muchas veces implica encontrarse con servicios saturados o inaccesibles, lo que refuerza la percepción de que el problema es uno mismo.
A esto se suma una transformación silenciosa pero profunda: la búsqueda de contención emocional en lo digital. Si antes el alivio se buscaba en un abrazo o en una charla cara a cara, ahora llega en forma de algoritmo. “Hay una profunda preocupación por el creciente uso de la inteligencia artificial como contención —advierte Burijovich—. El riesgo es que reemplace vínculos personales y apoyo afectivo”. Para una generación que aprendió a pedir ayuda por mensaje, la línea entre compañía y simulación puede volverse difusa.
No somos desechos, tenemos derechos
En medio de ese escenario, la organización colectiva aparece como sostén allí donde el Estado se retira o no logra ser eficiente. Burijovich participa del Colectivo por el Derecho a la Salud Mental originado en 2014, año en que se realizó la primera marcha.
“Nos parecía indispensable impulsar la implementación de la ley. Tener un actor movilizado es fundamental para monitorear y promover transformaciones”, subraya.

Las reuniones organizativas de este año incorporaron discusiones urgentes: el cierre de dispositivos destinados al cuidado comunitario —especialmente los vinculados a consumos problemáticos— y la disminución de las transferencias nacionales para salud, que ya se refleja en la provincia.
Además de las organizaciones históricas como el Observatorio de Salud Mental y Derechos Humanos, la Asociación Civil Confluir, la Red Puente, sindicatos del sector y el Colegio de Psicólogos, se suman nuevos colectivos. La participación no se reduce; se amplifica. Cuando el Estado ajusta, la comunidad se expande para no dejar caer a quienes dependen de esos espacios.
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El lema de esta edición de la marcha —“No somos desechos, tenemos derechos”— no es una provocación abstracta. Es la respuesta a una percepción real: la de sentirse tratadas como personas prescindibles. Burijovich lo explica con claridad: “Es una reafirmación de la necesidad de un Estado presente”. ¿Qué dice de nuestro vínculo social que haya que salir a la calle a recordar que nadie es descartable?
Las demandas son precisas, urgentes y están escritas en leyes: presupuesto digno, cierre de manicomios, creación de dispositivos comunitarios, control para prevenir prácticas violatorias de derechos, políticas públicas que aborden vivienda, trabajo y educación como parte de la salud mental, y la inclusión de educación emocional en escuelas. Nada de eso es un lujo: son condiciones para una vida digna.
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Cada año, la marcha visibiliza lo que falta. Pero también lo que sobra: dolor, incertidumbre y un esfuerzo cotidiano que no debería recaer solo en quienes padecen. El sufrimiento psíquico no espera a que se firme una resolución. No se toma pausas hasta que el presupuesto alcance. Se siente en el cuerpo, en la piel, en la noche sin dormir.
Y ahí estamos quienes usamos el sistema, tratando de sostener lo que se deshace entre las manos. Queremos algo más que sobrevivir: queremos poder vivir. Queremos que pedir ayuda no sea un privilegio. Queremos que defender la salud mental deje de implicar una marcha para convertirse en un derecho garantizado.
Entonces, mientras llega ese día, seguimos preguntando: ¿Por qué seguimos tolerando estas injusticias? ¿Cuánto más se puede demorar lo urgente?
Porque la salud mental no debería depender de resistencias individuales, sino de políticas que cuiden de verdad.
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