Lo que se ha roto

Por Silvia N. Barei

Lo que se ha roto

Vivimos con las palabras de los otros. Y en ellas advertimos la transformación de las costumbres, de la imaginación, de las creencias, de los interrogantes, de las esperanzas y las decepciones, de las emociones y dolores personales y colectivos. De este modo se construye el sentido del mundo.

Faby deambula por mi casa mientras yo me ocupo del jardín y cuando me canso, me siento a leer cómodamente al solcito del otoño. Ella pasa con un balde, una escoba, unos platos. La escucho acomodar las cosas, sé que ahora anda plumereando por mi biblioteca, luego pasará cera y todo quedará brillante en unas pocas horas. De vez en cuando se acerca y me comenta algo. Una pausa en la que ella y yo compartimos un curioso diálogo que habrá de convertirse en proyecto de escritura, que la incluirá como protagonista de una historia que, en otra época, hubiera parecido insólita.

– ¿Sabías Silvia que en el pueblo hay once nuevos infectados? Ya llevamos en total como ochentipico de enfermos. Y eso que este pueblo es chico. Yo pienso que este bicho es jodidazo, y mi suegra que no quiere vacunarse. Encima de que acá la vacuna llega a cuentagotas. Dicen que los hippies tampoco se van a vacunar, pero están tomando unos remedios caseros para no contagiarse. Los hacen ellos, los hacen. Porque viste que con un pedacito de tierra y una plantita arreglan todo, todo, ¿no? Porque es gente que se confunde con la naturaleza.

– No me atendieron en el dispensario y me fui al Clínicas – me dice Josefa. Los médicos parecen unos locos. Ya no se sabe quién es quién atrás de tanta máscara, tanto traje, tanto guante. Encontré a una señora del barrio, que es enfermera, y me dijo qué haces acá, tenés suerte de tener solo una infección en los riñones, andate a tu casa que eso se arregla con una pastilla. Nunca creí que iba a vivir esto, sinó no me hacía enfermera. Si llego a tener un día libre me acuesto y duermo las 24 horas. Como no supe qué decirle le dejé un chupetín que llevaba en la cartera para la Flor.

– Tenemos cada día casi los muertos de Malvinas; escucho decir a un director de hospital.

– Me recuperé hace un mes, pero aún no me repongo del cansancio que me quedó. Hoy fui a la feria agroecológica a comprar tres cosas, y parece que hubiera caminado cuarenta quilómetros; me cuenta mi amiga Marijo.

– Tuvieron que internar a mi hermano. A él le daba vergüenza que los vecinos vieran que se lo llevaba una ambulancia; dice Bety.

– Estoy seguro de que nos vamos a enfermar todos. Ojalá que yo no pase para el otro lado, comenta el carnicero cuando le pregunto si están bien los chicos de la verdulería, porque hace varios días que no abren.

– Esta ola es dura. A lo mejor algún libro nos salva; me escribe un amigo por WhatsApp.

– Mejorando. Con mucho cuidado y resquemor por la peste. Está picando cerca. Amigos y parientes; cuenta otro.

– Este mes ha sido agotador. Las clases virtuales no son fáciles, y además nunca tengo los mismos alumnos. Siempre hay alguno enfermo o que no se puede conectar; me comenta Ariel.

– La pandemia aumentó la desigualdad educativa; reconoce un ministro en un reportaje.

– Es maravilloso conectarse. Esto me cambió muchísimo; dice una jubilada de Hurlingham. La llaman la abuela tiktokera”.

– Queremos que todos los chicos vuelvan a clase. No importa quien gobierne… no estamos para hacerle publicidad a ningún gobierno; sostiene una mamá.

– El Covid tiene una vibración de 5.5 hz, muere arriba de 25.5 hz. Para las personas con vibración alta el virus es una simple gripe; leo con bastante incredulidad.

– En medio de la pandemia, ingresaron a mi casa, donde estaba mi mamá, mi sobrino de ocho años, los tiraron al suelo, rompieron las puertas, levantaron todo; se indigna Fabio Díaz, del colectivo Andalgala Resiste.

– Cuando lleguemos a los 100.000 muertos los acusamos de genocidio… la Corte nos va a dar la razón; dice una dirigente opositora, deseando, obviamente, que lleguemos rápido.

– Por la vacuna de AstraZeneca habrían cobrado 60 millones de dólares y no llegó ni una; denuncia un fiscal de la Nación.

– No es una ola, es un tsunami; alerta un gobernador.

Covidiotez”, nueva palabra que incluye la RAE en su famoso diccionario de la Lengua: negarse a cumplir con las normas sanitarias dictadas para evitar el contagio del Covid-19”. Sumo a esta otras escuchadas en estos días: extremoder, quejismo, tremebundismo, infodemia, intrusando.

– Este es un año de rendición de cuentas; reflexiona Michael Moore en la entrega de los Oscar, y a propósito de esto dice mi hija que dijo Marita: No tengo que rendirle cuentas a nadie”. Se hartó de estar encerrada en el departamento de dos por dos, y el viernes se fue a una fiesta en el Cerro. Dice que la pasó de diez, pero ahora está asustada y anda preguntando cómo hace para comprarse un test rápido. Rápido. ¿Vos tenés idea?, me preguntan.

– Como si nada, seño, como si nada”, no me quedó nadie”, y ahora qué, ¿qué es lo que nos espera?”, transcribe Elena Poniatowska lo que le dicen las mujeres después del terremoto de 1985 en México. Su libro se llama Nada, nadie”.

Y está allí, como si nada y no quiere que nadie le hable, me repite Faby agarrándose la cabeza, por la señora que no acepta vacunarse ni que se lo recuerden.

Decir nada, nadie es decir también todos, todas y todes en el mismo barco. Es cierta la expresión popular, solo que el barco tiene cubiertas luminosas y camarotes de primera, otros de segunda categoría, oscuras bodegas para los que apenas si pueden pagar, y un rincón escondido para los polizontes. El capitán, los oficiales de a bordo, los marineros, transpiran como locos porque dicen que allí, en la oscuridad del mar, se pueden ir encima de un iceberg. Y no hay experticia, ni prevención, ni capacidad de maniobra que los salve.

Como nos advierten los médicos, los enfermeros, los kinesiólogos, los camilleros y un largo etcétera que comprende a todo el personal de salud. Ya con escasa capacidad de maniobra.

Escenifican un conflicto que recibe predicados negativos: miedo, ausencia, silencio, vacío, cansancio, impotencia, adversidad, o que espera por el milagro que ha de venir del cielo… o de una vacuna.

Con todos estos fragmentos de historias de vida cercana, se podría escribir una Historia Urgente de Nuestros Días”, basada en la experiencia de hombres y mujeres cuyos relatos confluyen, cuyas palabras pelean con las pérdidas, o cuya distancia con los que, de modo perverso, aumentan una grieta, ya casi parece insalvable. Entre las fisuras de lo personal y la palabra pública esta historia se entreteje con las vicisitudes de los sujetos, los imaginarios epocales y los espacios sociales colectivos. Y debiera incluir ese fuera de lugar que parece burlarse del sufrimiento de muchos ensayando una retórica reaccionaria esgrimida a contrapelo de las pocas certezas que tenemos. Una retórica que ejercen ciertos funcionarios y ciertos jueces con nombre y apellido, y otros muchos anónimos que no dejan resquicios para pensar en un acuerdo provisorio entre mundos opuestos, entre posiciones asimétricas, entre posibles armonías.

En una de sus últimas vueltas, apoyada en la escoba, me dice Faby:

– Vos sabés Silvia que, si mi mamá estuviese viva, o mi madrina, me hubiesen dicho uste m’ija no deje de pelearla, porque todo pasa, hasta los hombres, siempre tan mandamases, pasan, pasan, pero las que quedamos somos las mujeres. Para hacernos cargo de los hijos. De los nuestros y también los de otras si hace falta. Mirá, como esa señora del pueblo que se hace cargo de ocho chicos sin familia. Y encima quieren por echarla de la casa que alquila. También estamos para no perder la alegría. Siempre firmes para arreglar los descalabros, todo lo que se ha roto.

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