Ese 25 de noviembre de 2020 también me despedía de alguien, convencida de que era un adiós irrevocable. No sabía si era por las restricciones de la pandemia, por dejar General Paz para mudarme a otra ciudad o por mi tendencia a mirar todo con dramatismo. Pero una rara sensación de déjà vu me atravesó ese día. Qué inocente se es cuando aún no se sabe lo que vendrá, aunque algo adentro ya lo presienta.
Tomé un taxi en barrio Cofico. Un viaje corto, de diez minutos, pero ese día se estiró como si el auto avanzara con el freno de mano puesto. Hacía un sol filoso, un calor áspero que se pegaba a la ropa y hacía arder el asiento de atrás. El aire acondicionado no funcionaba —o lo tenían apagado—; no pregunté. Preferí el ruido seco de la ventanilla entreabierta y ese olor a calle caliente mezclado con desinfectante barato.
Mientras mi cabeza rebobinaba la despedida —creyendo que no lo volvería a ver y sin sospechar cómo esa amistad continuaría—, la radio cortó cualquier pensamiento:
murió Maradona.
Así, sin adornos.
El tachero —hablador, acelerado, típico— empezó a enumerar datos que había escuchado minutos antes, como un parte médico urgente. Yo asentía, pero no sé si registraba. Adentro mío se abría un hueco que no quería mirar de frente.
La ciudad tenía un aire extraño. Córdoba suele ser ruidosa, pero ese día el ruido era distinto. Motor caliente, bocinas sueltas, un perro ladrando en alguna vereda: todo sonaba más pesado, como si cada cosa estuviera apenas fuera de lugar.
Pasan las personas, pasan los días, los meses y los años. Todo pasa, menos vos, que seguís siempre acá ♾️
Te extrañamos todos los días, Pelu 💙💛💙 pic.twitter.com/BnRFIvu39a
— Boca Juniors (@BocaJrsOficial) November 25, 2025
Llegué a casa y enfrenté el contraste. La tele encendida, volumen más alto de lo normal. Mi papá, en cuero, tomando una coca de vidrio, aportaba su conexión con el Diego sin sacarle la vista al noticiero.
En Casa Rosada, como un campo de juego invadido por hinchas, la tensión iba escalando.
Acá adentro, el ventilador sumaba su propio bochinche: una vibración vieja y torpe.
Me quedé un momento en el umbral, tironeada entre el duelo nacional y el mío. Desde el dolor, todo parece definitivo. Todo parece más duro, más estático. Ese día lloré un final que después no fue; volví a encontrarme con mi amigo. Años más tarde, cuando finalmente dejamos de tener contacto, mi mente volvió a ese 25 de noviembre.
Pero la tristeza, con el tiempo, acomoda las cosas. Saca capas. Te deja ver mejor.
Ese día entendí que lo que sentía no era solo vacío. Era otra cosa.
Era amor, aunque no me gustara nombrarlo así.
“Oh mamma, mamma, ¿sabés por qué me late el corazón?
He visto a Maradona… enamorado estoy.”
Tal vez ese verso resuma mejor que ningún otro lo que le pasó al mundo con el Diego, y lo que me pasaba a mí en ese momento.
Mientras pensaba en ese día, encontré el documental “Tutto Passa”, el homenaje que Coldplay filmó en Nápoles tras tocar en el Estadio Diego Armando Maradona. Once minutos de mar, callejones, cantos, colores mezclados con imágenes de aquellos recitales.
En un momento, la cámara se detiene en un hombre que toma sol en la playa. En el pecho lleva un tatuaje: Tutto passa.
Pero ahí está el truco: algunas cosas pasan, sí. Pero no todo desaparece.
Lo de Maradona. Lo mío. Lo de cualquiera que haya amado algo de verdad.
Cinco años después, Maradona sigue ahí.
En canciones, murales, remeras, discusiones inútiles y potreritos al costado del Suquía. Creció, se torció, se volvió más grande.
Cinco años después, también comprendí que ninguna despedida es tan absoluta como creemos.
El amor —persistente, insistente— siempre encuentra una manera de quedarse.
O, al menos, de transformarse.









