Estamos en enero y unas personas ya comienzan a hacer listas y delinear asuntos pendientes. Se trata de una parte de la población que ya está angustiada por compromisos autoimpuestos, mientras que otras posponen reiteradamente una tarea por miedo al fracaso, o sencillamente indecisión. Para estas últimas, los asuntos pendientes se agolpan en el futuro amenazando la calidad de vida presente. Lo importante se aleja mientras que lo efímero, pero menos desagradable, les entretiene.
Procrastinar, ese verbo que tanto pesa en épocas de balance y cierre, así como de reinicio de ciclo, se presenta como un fantasma, la contracara de la exigencia y el productivismo. Estas personas son (probablemente somos) una categoría reciente de la población puesto que el concepto procrastinator viene del inglés y ha cobrado relevancia recién en los últimos años.
Mientras posponés eso pendiente para leer esta nota, tranquilizate pensando que es mejor a perderse en las redes -seguramente el espacio más confortables de los procrastinadores- “un ratito más en instagram y me pongo”, “meto diez minutos de facebook y retomo la tesis…”, al punto que existen los “intercrastinadores” unos sujetos que demoran todo para navegar dentro de su celular.
En la ciencia hay decenas, cientos de estudios, farragosos para leer y culpables de muchos estudiantes de psicología crónicos, dedicados a descartar la escasa fuerza de voluntad como la causa de la procrastinación. Esta, que puede llegar a ser delicada y merecedora de atención terapéutica, pareciera vincularse con la mala gestión de las emociones. Esta actitud evasiva se vincula con tratar de sentirnos bien, aunque nos haga sentir mal. Así les pasa a los estudiantes que son los mayores procrastinadores de la casa y pueden dilatar indefinidamente el comienzo del estudio para una materia que produce sufrimiento. Y luego sufrir las consecuencias.
Gracias por esperar
Contrariamente a la caracterización generalizada que considera malo procrastinar, existen algunos casos de procrastinación exitosa.
Tal vez el más épico es La Gioconda de Leonardo da Vinci. Su biógrafo más reconocido, Giorgio Vasari, afirmaba que esta obra, uno de los más grandes tesoros de la pintura universal, fue un encargo que Leonardo ejecutó durante cuatro años sin poder concluir la tarea. Esa condición inacabada estuvo presente en diversas piezas del autor pero, en este caso, le obligó a conservar el cuadro -porque no estaba listo- hasta el final de sus días. Finalmente fue adquirido por el Rey Francisco I de Francia para integrar la colección del Estado hasta ahora, cuando es una protagonista indiscutida del Museo Louvre. Todo gracias a que Leonardo se colgaba con el laburo.
En busca del tiempo perdido
Guillermo Vagliente, coordinador de la Redacción de Hoy Día Córdoba, me ha reclamado varias veces que termine esta columna. Inclusive me acusa de dilatar la entrega de forma intencional, pero me defiendo porque sentarse a escribir es una de las tareas más pospuestas de la humanidad. Para hacer tiempo le recuerdo que Marcel Proust dedicó doce años a la redacción de En busca del tiempo perdido cuyo oportuno título no alcanza para justificar todas las distracciones en whatsapp que tuvo el autor. Es un caso parecido al de Victor Hugo que también invirtió doce años en Los Miserables ¿habrán estado chateando entre sí? Resulta poco probable porque Hugo falleció cuando Proust tenía 14 años, en 1885. Colgado en serio era J.R.R. Tolkien, quien dedicó 15 años a liquidar la célebre novela El señor de los anillos.
Entonces, el coordinador Vagliente no se queda atrás y me recuerda que la demora literaria no se justifica en sí misma, porque Stevenson terminó El extraño caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde en seis días mientras que Dostoievski le dedicó menos de una semana a El Jugador. Y agrega que En Busca del tiempo… es uno de los libros más abandonados de la historia de la lectura -hablando de dejar para mañana-, detrás del interminable Ulysses, de James Joyce.
Pintó demorarse
Volviendo a la pintura, que parece ser un campo donde las cosas se dejan para más adelante con frecuencia, Paul Cézanne invirtió cinco años en su Bodegón con cebollas, y diez en una de las versiones del Monte Saint Victoire. Parece poco al lado de los veintidós años que dedicó Diego Rivera al encargo de los murales en el Palacio Nacional de México.
Otro artista que iba a su ritmo era Ernst Ludwig Kirchner que invirtió diecisiete años en plasmar su Bañistas en un prado.
Dos casos geniales son, Gran vidrio: La novia puesta al desnudo por sus solteros, de Marcel Duchamp, cuya ejecución inició en 1915 y fue abandonada hasta 1926, cuando una circunstancia azarosa impulsó la finalización del trabajo. El otro caso es Cuadrado negro de Malevich, que exigió seis años. Su tan aclamado cuadro es un cuadrado negro sobre un lienzo blanco. A simple vista, esta obra fundamental para el arte moderno, no pareciera haber exigido tantas jornadas de dedicación.
La regulación de las emociones y la organización del tiempo fluyen a contracorriente de los plazos que te saludan como si hiciera años que no te ven. La redacción del diario, el día, y las horas, gotean recuerdos audibles, prometen un tiempo luminoso como los gritos de los chicos en la pileta, y el vencimiento mide miles de kilómetros a recorrer con teclado.
Acelerás toda la jornada, frenás cuando algo importa, y terminás. Como esta nota.-