La belleza hoy es un concepto complejo, a menudo contradictorio, que poco a poco se vuelve negacionista. Moldeado por la cultura, la tecnología y el poder económico. Ya no es solo una cualidad inherente o un ideal de proporción, sino algo que se construye activamente por todos en función de un sistema que aspira no solo a eliminar ciertas edades, formas de cara y cuerpos, sino que su unísono objetivo es lo simétrico, lo longevo, “lo perfecto”.
La sociedad actual, influenciada por los medios y las redes sociales, elevó el ideal de la juventud eterna a un mandato casi inequívoco. Esto crea una dicotomía interesante: se espera que la gente, especialmente las figuras públicas, desafíen el envejecimiento, al punto de intentar desaparecer una expresión de “tercera” o “segunda” edad. Pero al mismo tiempo, son duramente criticadas por los métodos que utilizan para intentar complacer esa expectativa de “cuidado” que les impone la sociedad actual. Es un juego de “ganar-ganar” o “perder-perder”, donde las críticas existen tanto si se someten a cirugías como si dejan que el tiempo siga su curso natural. Una batalla indefinidamente perdida.
La construcción de la belleza: estética y cirugía
Hoy, la belleza se construye de varias formas. Las cirugías estéticas no son solo para corregir defectos, sino que se convirtieron en herramientas para esculpir el cuerpo y el rostro según los mandatos de belleza de la época. Esto va desde procedimientos invasivos como un lifting facial o una rinoplastia hasta tratamientos menos drásticos como las inyecciones de botox o rellenos con ácido hialurónico.
Esta construcción de la belleza se asemeja a la idea de Umberto Eco de que lo que carece de belleza puede ser “adornado” con lo que el dinero puede comprar. En la actualidad, el dinero no solo compra joyas o ropa de marca, sino también la posibilidad de alterar la propia apariencia para encajar en un ideal estético. En otras palabras, la belleza se convierte en un objeto de valor que puede ser adquirido.
La paradoja de las redes sociales
El dilema se intensifica con las redes sociales. Las mismas plataformas que promueven ideales de belleza inalcanzables también se convierten en el principal escenario de escrutinio y crítica. Cuando una celebridad o figura pública recurre a la cirugía para mantener su rostro joven, es acusada de artificialidad. Lo mismo si utiliza filtros excesivos o photoshop y luego se la expone en una entrevista o se la captura de vacaciones y es totalmente distinta. Sin embargo, si se permite envejecer de forma natural, o no se esmera en modificar o disimular sus rasgos no hegemónicos, es juzgada por descuidarse o no cumplir con las expectativas de la imagen que una vez representó.
Este fenómeno refleja tanto la hipocresía social como el negacionismo en torno al envejecimiento y ciertos rasgos no hegemónicos como hechos reales y humanos. Así la apariencia, de las mujeres sobre todo, la imagen que muestran termina por ser una manifestación de la presión constante por la perfección, donde no hay una salida clara o aceptable. Que termina por sentirse constantemente insegura o avergonzada por exponerse, porque “podrías estar mejor”. Las personas se enfrentan a un doble estándar: se les pide que desafíen el tiempo, pero se les castiga por usar los medios para hacerlo.
En última instancia, la cita de Eco sobre la belleza como un reflejo de los valores culturales y la fealdad como una expresión estética sigue siendo muy relevante. La belleza de hoy es el reflejo de una sociedad obsesionada con la juventud y la perfección, y la fealdad es el resultado de no adherirse a estos estándares. Es un ciclo de presión y juicio que no parece tener un final.
¿Batalla perdida?
La salida es aceptarse dicen, pero ¿cómo? no solo aceptar que lo no hegemónico es un hecho natural, válido, real por lo tanto subjetivo a opiniones varias que van a estar. Sino que la connotación negativa tanto a envejecer como a lo no hegemónico ejerce una presión excesiva hoy en día. Pero el punto de inflexión está en que el otro de afuera, que tiene una imagen de vos, que te ve por redes o a veces en persona cree saber lo que es “mejor para vos”. Cree saberlo mejor que vos misma. Eso resulta avasallante, como si constantemente te estuvieran retando, tanto de que “deberías estar avergonzada por mostrarte de la forma en que lo haces”, hasta culpa por no hacer algo que “podría hacerte mejor” y “te haría ver mil veces mejor”. En un punto siempre es el reconocimiento y validación de ese otro. Así, por tanto la belleza se convierte en un objeto de valor que puede ser adquirido por ese otro del que deseamos reconocimiento.
Esto bien puede explicarse en la relación que Lacan articula entre semblante y objeto a, cuando Lacan habla del semblante, se refiere a aquello que el sujeto muestra para sostener su relación con el Otro: es la “máscara” necesaria para circular en lo social, para ser reconocidos. La belleza, en este sentido, funciona como semblante: un artificio que da consistencia a la imagen que presentamos al Otro, pero que nunca termina por agotar lo que somos.
Ahora bien, el objeto a, ese resto inasimilable, causa del deseo, es lo que queda por fuera de toda norma o semblante. Lo interesante es que la sociedad contemporánea intenta constantemente mercantilizar el objeto a, como si pudiera ser adquirido. De ahí la lógica de las cirugías, filtros y retoques: ofrecen la promesa de atrapar ese “plus” de belleza que garantizaría reconocimiento absoluto de ese otro.
Lacan lo formula de manera contundente: “El objeto a es lo que en la experiencia analítica se presenta como causa del deseo” (Seminario X). La belleza, en tanto se convierte en valor de intercambio, es presentada como ese objeto que nos daría la llave del deseo del Otro. Pero como todo objeto a, siempre se escapa: nunca alcanzamos la suficiencia, nunca es “bastante”.
Por eso, la batalla no se gana en la acumulación de semblantes, más juventud, más retoques, más aprobación, sino en reconocer que el deseo no se sostiene en lo que el Otro dicta como válido, sino en el encuentro con ese resto irreductible, singular, que ningún filtro puede capturar. Allí está la potencia de lo no hegemónico: en ser la grieta que resiste al mandato del Otro y devuelve al sujeto la posibilidad de habitar su propio deseo.
Hoy Día Córdoba habló con Aldo Mottura, doctor especialista en cirugía plástica, estética y reparadora. Le consultamos respecto a ¿cuáles eran las razones o motivos que más se repetían, en los pacientes, a la hora de querer hacerse una intervención estética? Además hablamos sobre cómo cada vez más jóvenes recurren a intervenciones estéticas, influenciadas por redes sociales y filtros digitales que normalizan una imagen corporal irreal. Respecto a esto le preguntamos si ¿cree que la medicina tiene alguna responsabilidad ética frente a este fenómeno y cómo debería actuar?.
A lo que nos respondió con frases contundentes, de las cuales resaltamos estás dos en particular:
“La belleza es un concepto que se aplica a casi todo en la vida. Es así desde la más remota antigüedad, desde los babilónicos, igual que la búsqueda de la longevidad”.
“Las personas a veces, toman decisiones personales influidos por los amigos, la moda, la TV y los medios, algunos tratando de parecerse a sus ídolos”.
A modo de cierre podemos decir que el cuerpo nunca fue algo “neutral”. Siempre estuvo cargado de valores, creencias y símbolos. Pero no solo el cuerpo en su totalidad, también el rostro ocupó un lugar central como superficie de significados. El rostro es lo primero que expone nuestra identidad y, por tanto, lo que más se somete a la mirada ajena.
En la Grecia clásica, el cuerpo bello y armonioso expresaba la kalokagathía, la unión entre lo físico y lo moral. Del mismo modo, el rostro sereno y equilibrado reflejaba el ideal de la proporción divina. En la Edad Media, tanto el cuerpo como el rostro se entendían como escenarios del pecado y la virtud: la palidez podía ser signo de pureza; las arrugas, testimonio de sufrimiento y penitencia.
Hoy, lo paradójico es que, en una época que celebra la libertad y la autonomía, tanto el cuerpo como el rostro están más regulados que nunca por estándares ajenos. La sociedad actual, marcada por la publicidad, la moda y las redes sociales, parece rechazar de manera sistemática los signos naturales del tiempo, sobre todo cuando se trata del rostro de una mujer.
La filósofa Simone de Beauvoir ya advertía en «El segundo sexo» que la mujer ha sido históricamente reducida a su apariencia, convertida en “objeto de mirada”. En ese marco, el envejecimiento femenino se vuelve casi un tabú: las arrugas o la flacidez facial no se leen como huellas de experiencia o sabiduría, sino como una pérdida de valor social. Así, la sociedad busca borrar los rastros de lo vivido, como si envejecer naturalmente fuera una falla en lugar de una condición inherente a la vida.
La paradoja entonces se intensifica: nunca antes hubo tantos recursos para decidir sobre el cuerpo y el rostro, pero nunca antes esas decisiones estuvieron tan condicionadas por la exigencia de parecer siempre jóvenes, siempre iguales, siempre “presentables” para otro. Lo que antes dictaban dioses o valores morales, hoy lo controlamos por redes mediante algoritmos, publicidades e íconos de consumo.