Una de las cosas más deliciosas que tiene la práctica de la escritura es que uno puede hablar sobre un tema para hablar de otro: ahí está la magia. Y si el texto es lo suficientemente bueno, con el tiempo terminará hablando de muchas otras cosas más. En esta ocasión, quería hablar de los escritores que no leen.
Cualquiera se burlaría al enterarse de un deportista que pretende competir a nivel olímpico pero que ha decidido sólo entrenarse cuando se le dé la gana, prescindiendo de entrenadores y nutricionistas, decidiendo incluso sólo comer comida chatarra o no comer nada. No obstante, el nivel general de descenso en el Mäelstrom de la incultura que transitamos en estos tiempos permite que nadie se horrorice si aparece –no uno o dos, sino verdaderas legiones- de escritores y escritoras que pretenden materializar una obra excepcionalmente buena a fuerza de emanación espontánea. Porque saltearse 5.000 años de tradición escrita (siguiendo los criterios actuales, que consideran que la aparición de los primeros sistemas de escritura tuvo su origen simultáneamente en Mesopotamia y Egipto, un siglo antes del año 3.000 aC), con todo el bagaje de historias arquetípicas que ya fueron reinventadas cientos de veces, no tiene importancia. El genio compensa todo.
Tratar este tema sobre una disciplina artística tan difícil de objetivar como la literatura (especialmente porque hay más escritores que lectores, los lectores sólo leen lo que ya les gusta de antes, los escritores no leen, los editores no quieren leer y los periodistas culturales le tienen alergia a leer cosas nuevas) puede ser complicado. Si uno asiste a una función de ópera o ballet no hace falta ser un experto para darse cuenta de cuando alguien desafina, o hace las cosas mal por falta o ausencia de preparación. Lo mismo que cualquiera puede opinar de fútbol por el mero hecho de tener en su haber miles de horas –presenciales o no, da igual– mirando partidos (no es mi caso, así que no opino). Con la literatura es difícil y extenuante. Por eso es que todo el mundo confía en la recomendación de alguien conocido, y así se evita leer. El conocido en cuestión se basa en otra recomendación y así sucesivamente, hasta llegar al origen de la buena impresión causada en el lector 0: las redes sociales, la simpatía –falsa o no, generalmente sí– del autor en cuestión, sus habilidades para conspirar y el número de leales que tiene a su servicio recomendando su obra (sin leerla, por supuesto).
Hay cierto fetichismo por lograr una reputación y fama en un ámbito en el que los beneficios materiales son nulos, la camaradería es la misma que hay en un baúl lleno de escorpiones, y los cortejos amorosos terminan en escándalos públicos, que aprovechan los colegas para volar en círculos como buitres ante un animal moribundo.
Es imposible analizar aquí la motivación para que alguien que prefiera tomar lejía antes que leer un libro quiera dedicarse a “ser escritor” (no a escribir). Pero sí quise buscar un ejemplo de otra disciplina en donde hubiera habido al menos un caso análogo.
No elegí las artes visuales porque ahí pesa más el abolengo antes que la capacidad plástica: la impunidad para dedicarse a la abstracción o a lo conceptual, salteándose cualquier tipo de formación previa, es inversamente proporcional a la antigüedad del apellido provinciano en cuestión. Entonces, queda la música.
El ámbito de la música es cruel. Si tenés fea voz directamente no te dejan cantar. Si alguien le prohibiera escribir a otra persona, sería un escándalo. Si alguien se sube a un escenario sin dominar mínimamente su instrumento, lo corren a tomatazos sin que nadie se asuste. Pero si un poeta se sube a leer durante una hora poemas que beben solamente de sí mismo, ya que el poeta que no lee es aplaudido falsamente como un “artista en estado salvaje”.
Pero hubo al menos un caso comprobado de gente que se largó a tocar, componer e incluso grabar un disco prescindiendo casi por completo de influencias. Fue en EEUU y se trató de una banda llamada The Shaggs.
El nombre hace referencia a una raza de perros y al corte de pelo de las integrantes, las hermanas Wiggin: Dorothy (guitarra y voz), Helen (batería, fallecida en 2006), Betty (guitarra y voz) y Rachel (bajo eléctrico). La banda se formó en 1968 y desde un comienzo fue un proyecto del padre, Austin, a quien su propia madre le había pronosticado que tendría una esposa rubia y unas hijas que triunfarían en la música. Afín al “do it yourself” estadounidense, Wiggin padre no esperó a que terminaran el colegio que decidió educarlas el mismo en la casa: les compró unos instrumentos baratos y las puso a ensayar y componer canciones a jornada completa. El detalle es que no hubo docente alguno implicado en el proceso. Además, tenían prohibido escuchar música para no contaminarse de malas influencias mundanas.
No conforme con hacerlas tocar en algún que otro baile del pueblo –con el consecuente rechazo y burlas del público– Wiggin padre se acercó a los estudios Fletwood para proponerle a los productores la grabación de un disco con doce de los temas originales de las hermanas. Pese a los consejos y las risas de los productores como el desgano de sus hijas, Mr. Wiggin fue intransigente: el LP “Philosophy of the World” se grabó en un solo día y se imprimieron 1.000 copias, de las cuales 900 se perdieron.
El disco, obviamente, fue un fracaso. La banda duró hasta la sorpresiva muerte del padre, en 1975. No obstante, a comienzos de los 80 hubo un productor –Terry Adams– que accedió al disco y se enamoró de su sonido único, al punto de comparar las estructuras y melodías a las composiciones de free jazz de Ornette Coleman. Lo reeditó en casette y logró popularizarlo, hasta que se convirtió en una de las obras favoritas de Fran Zappa, Captain Beefheart o Kurt Cobain, quienes alababan la pureza y naturalidad de esas canciones.
Las canciones son de una simpleza casi infantil, con tono monocorde, batería a destiempo, unas guitarras tocadas de forma muy peculiar y letras sobre mascotas perdidas, la soledad y las ganas de encajar en algún lado.
En la década de los 90 se volvió a editar el disco, esta vez en CD, y las hermanas fueron invitadas a tocar en vivo en un par de festivales. Helen murió en 2006, y en 2013 Dorothy tuvo su debut solista con “The Dot Wiggin Band”, en donde mantiene los mismos yeites que caracterizaron la banda original décadas atrás.
En el reverso del long play original, hoy pieza de coleccionista que se consigue a precios astronómicos, Austin Wiggin escribió:
«The Shaggs son reales, puras, no se ven afectadas por las influencias externas. Su música es diferente, es sólo de ellas. Ellas creen en esto, lo viven… De todos los actos contemporáneos en el mundo de hoy, tal vez solo The Shaggs hacen lo que a los demás les gustaría hacer, y eso es realizar sólo lo que creen, lo que sienten, no lo que otros piensan que deberían sentir The Shaggs. The Shaggs te aman. No cambiarán su música o estilo para satisfacer los caprichos de un mundo frustrado. Deberías apreciarlo porque sabes que son puros, ¿qué más puedes pedir? Son hermanas y miembros de una gran familia donde el respeto mutuo y el amor mutuo se encuentran en un nivel increíble; en una atmósfera que los ha animado a desarrollar su música no afectada por influencias externas. Son personas felices y aman lo que están haciendo. Lo hacen porque les encanta».
En 2007, la desaparecida revista Blenders le dio a “Philosophy of the World” el puesto número 100 entre los 100 mejores discos indie de todos los tiempos.