«Cocinar es como escribir”, nos recordaba en esta sección Alejandra Jewsbury el miércoles pasado, al presentar las recetas de su abuela Laura. Yo me quedé pensando en ese símil al leerla en la versión impresa del diario, y me puse a recordar cuántos hombres y mujeres dedicados a las letras han habilitado, en algún momento de sus vidas de escritores profesionales, un espacio destacado a la cocina. Empecé un listado de memoria, luego pasé a tomar notas mentales, y, por fin, a apuntar en una página las relaciones entre literatura y fogones: al día de hoy ya llevo escritas tres abigarradas páginas, y la lista sigue creciendo.
Asador criollazo o caldillo marítimo
Se podrían hacer diversas taxonomías, ingeniosas y entretenidas, de ese listado que me va surgiendo. Una clásica, por ejemplo, podría ser una clasificación temporal, cronológica, histórica. En una de ese tipo, nuestro “Martín Fierro” tendría que funcionar casi como un proemio, una anticipación de la cocina antes de la cocina, cuando los asados con cuero, a las brasas y en el medio de la Pampa conformaban el centro del yantar, cantado por Miguel Hernández casi con nostalgia, desde los bordes de una época que se va, que ya se mira como tiempo pasado: “Venía la carne con cuero,/ la sabrosa carbonada,/ mazamorra bien pisada,/ los pasteles y el buen vino/ pero ha querido el destino/ que todo aquello acabara”.
Aunque, dejando de lado lo estrictamente cronológico, podríamos hacer otro agrupamiento. Por ejemplo, quienes escriben sobre platillos que han creado, o compartido, o comido. También podría armarse un listado de aquellos escritores que hacen comer bien a sus personajes, en sus cuentos y novelas.
De algunos de estos sí que daremos cuenta en el Pedante en delantal, como el estupendo libro de nuestra amiga Cristina Bajo, “Elogio de la cocina”, que Sudamericana publicó en 2008 (y donde estoy como uno de los personajes, en el capítulo de las cenas en su casa); me consta que las recetas que se registran en sus páginas pasaron por la prueba empírica de esas cenas copiosas, tan bien regadas como contadas, que denominábamos “Cristulias”: las tertulias de Cristina.
También están las historias de Agatha Christie, que sólo lograba resolver algunos casos complejos luego de tomarse su británico té de las cinco de la tarde con una fuente llena de “scons” (a los que, a pesar de la enorme carga de manteca de su masa, untaba, aún tibios, con otra buena capa de manteca extra). O de la venganza hacia la sosa comida de su país que Mrs. Christie se toma, mediante el exquisito paladar belga de su archifamoso detective, Hércules Poirot; por ejemplo, en “Four and Twenty Blackbirds”, de 1940, donde la camarera del restaurante le dice a un amigo de Poirot “- Tiene suerte, hay pavo relleno de castañas. ¡Y también un estupendo queso Stilton! ¿Tomará primero la sopa o el pescado?” A lo que Poirot, con una sonrisa irónica, agrega: “- Aquí no encontrará nada de los buenos platos franceses. Apenas comida inglesa, en su punto.” En todo caso, sosa comida inglesa, pero menos indigesta que los sándwiches envenenados que aparecen en “Un triste ciprés” (“Sad Cypress”, 1940)
En el otro extremo, podríamos relevar la sublimación de la cocina criolla y de la costa del Pacífico que Pablo Neruda hace en poemas ya clásicos, como la “Oda a la ciruela” (está en el “Tercer libro de las odas”, 1957); o la estupenda “Oda al caldillo de congrio” (“Odas elementales”, 1954), que debe ser la receta marítima más poetizada de la historia. O, en esta línea y entre nosotros, el “Canto popular de las comidas”, del entrañable Armando Tejada Gómez, que inicia con aquella fórmula que, como la buena poesía, podría ser una declaración universal: “Mi madre,/ que era muy criolla,/ le echaba amor/ a la olla”.
Comer y amar
Pero hoy, de todas las posibles, hago un rescate sin criterio definido, por pura elección caprichosa: la tierna relación que establece la chilena Isabel Allende entre el cocinar y el amar en “Afrodita” (Plaza & Janés, 1997), cuyo subtítulo expresa fielmente el espíritu que lo anima: “Cuentos, recetas y otros afrodisíacos”.
La tesis principal de Isabel Allende es que la buena comida alienta el buen amor y el buen sexo: “Me arrepiento de los platos deliciosos rechazados por vanidad, tanto como lamento las ocasiones de hacer el amor que he dejado pasar por ocuparme de tareas pendientes o por virtud puritana”, dice, muy descocada y ya entrando en una edad en la que los fuegos de los ardores glandulares (se supone que) comienzan a atenuarse. Lo hace, sostiene, porque tanto la cocina como la sexualidad son componentes de la buena salud, de la biológica y de la espiritual: “inspira la creación y es parte del camino del alma… por desgracia, me demoré treinta años en descubrirlo”. ¡Pero, Chabela! ¡Nunca es tarde, si la dicha es buena!, como decían nuestras abuelas.
Y entonces, en el meridiano de la vida, la chilena se lanza a mezclar manteles con sábanas (la relación entre estos dos trapos pertenece, ya lo saben, a María Elena Walsh: “Uno manchado de vino/ qué señal de gozo es/ y la otra humedecida/ con rocío de querer./ ¡Que no le falten a nadie/ en este mundo tan cruel!”).
Así, declara Isabel Allende al inicio de este librito precioso: “Los cincuenta años son como la última hora de la tarde, cuando el sol se ha puesto y uno se inclina naturalmente hacia la reflexión. En mi caso, sin embargo, el crepúsculo me induce a pecar, y tal vez por eso, en la cincuentena reflexiono sobre mi relación con la comida y el erotismo, las debilidades de la carne que más me tientan, aunque, hélas, no son las que más he practicado”.
Siguiendo la estela de la Chabela, les dejo dos recetas de su madre, doña Panchita Llona, que también echaba amor a la olla, pero, en este caso, con intenciones de encender la pasión.
Pavo del harén
Se fríe en aceite media pechuga de pavo cortada en cuatro, y se le agrega un cuarto de nabo, media zanahoria, un cuarto de cebolla, medio tallo de apio, sal y pimienta. Se agrega una taza de agua y se hierve por 45 minutos con la cacerola tapada. Se retira, se cuela el caldo, y se apartan las verduras. Se remoja una rebanada gruesa de pan de molde sin corteza en la taza de caldo, y se la mezcla en la licuadora con perejil, ajo y nueces; se forma una salsa espesa aclarada con aceite de oliva, y con ella se cubren los cuartos de pechuga de pavo (alcanzan para dos cuartos de pechuga por amante), y se acompañan con rodajas de tomate fresco y aceitunas negras. Sexo garantizado.
Cóctel de camarones
Sabida es la tradicional leyenda que vincula los mariscos con la potencia afrodisíaca; si ello fuera real, el cóctel de camarones sería el summum. Se requiere: una taza de camarones cocidos; una palta pisada con limón, sal y pimienta; una manzana mediana, pelada y rallada; media taza de salsa de tomate; una cucharada de aceite; otra de jugo de limón; una cucharadita de salsa inglesa y otra de mostaza. Se colocan, en copas anchas, el puré de palta en la base, y los camarones colgando del borde. Con los demás ingredientes se mezcla una salsa fría que se vierte sobre los mariscos, y se adorna con una rodaja de limón o unas hojas de menta. Quedaréis exhaustos de tanto sexo.