Primera Parte
Desde que nos mudamos a la casa con patio hace 30 años, siempre tuvimos perro. Todos callejeros y recogidos por mi hija mayor. Primero fue el Piculín (Ortiz); era negro, feo y petiso como el basquetbolista de Puerto Rico, de ahí su nombre. Se lo regalaron en el Paseo de las Artes y tuvo un final de novela: andaba trasnochando, enamorado, y un día no apareció más por la casa.
En mi familia todos queremos pensar que decidió irse detrás de esa perra que le robó el corazón.
Después vino el Anselmo (sin apellido), uno de los tantos huérfanos que rondaban por la ciudad universitaria siguiendo a mi hija la rescatista. Tal vez no le gustaba estudiar. El Anselmo era mordedor y poco confiable para los extraños. Durante un viaje lo dejamos en el campo bajo el cuidado del paisano amigo y amaneció muerto de un paro cardíaco.
En mi familia todos queremos creer esa historia.
Final de la Primera Parte
Al poco tiempo, otra vez mi primogénita, cayó a casa con el perro más feo del mundo: medio pelado y tan maltrecho que no se podía mantener parado en sus cuatro patas. Lo había encontrado en un zaguán de su cuadra. “Si come, zafa”, nos dijo el veterinario. Así que fue mi nieto, que por entonces tendría unos tres jóvenes años, quien se encargó de darle de comer en la boca con una paciencia poco común en los niños.
Segunda Parte
Cuenta la historia oficial que Witold Gombrowicz, el escritor polaco que por 1937 tuvo la peregrina idea de escribir “Ferdydurke”, novela que contenía una crítica feroz a la Varsovia nacionalista, lo sorprende el estallido de la segunda Guerra Mundial estando en Argentina. Su Polonia natal fue invadida por Alemania, razón por la cual decide quedarse en Buenos Aires en espera de tiempos mejores.
Cuenta la historia familiar que por los años 50, Witold se radicó un tiempo en Córdoba. Como no podía ser de otra forma por aquella época, fue asiduo visitante de la casa de los titiriteros Di Mauro, comunistas e intelectuales, y hasta escribió un borrador de una obra para el teatro de muñecos.
Esas cuestiones rondaban las sobremesas familiares al mismo tiempo que andábamos con nuestro perrito moribundo. Por alguna razón que no reconoce razones se dijo: “si vive se llamará Witold-o”.
Witoldo no sólo sobrevivió, sino que se convirtió en un perro intelectual y comunista.
En mi familia sabemos que se debió a que entendió muy bien que debía hacerle honor a su nombre.
Mitad de la Segunda Parte
Witoldo era un perro independiente, hacía la suya. Solía meterse con la basura de los vecinos y aparecer mojado a causa de algún baldazo. A veces se traía algún amigo callejero de la barra de la esquina a casa y perseguía los gatos por el patio sin ningún éxito. Entraba y salía por la ventana cuando se quedaba solo y tenía una paciencia infinita con todos los niños. Soportaba estoicamente que las niñas le pusieran sobrenombres indignos como “Witi” o “Witoldín” como si fuera un peluche.
Cuando nos quedamos solos en la casa Witoldo y yo repartimos las tareas del hogar: él ensuciaba y yo limpiaba; él me miraba y yo le daba de comer; el ladraba y yo abría la puerta. “No ladres de noche que me asusta”, le dije, y no ladró nunca más de noche ni siquiera cuando perseguía al gato amarillo por el living.
Cuando me veía armar la canasta para partir al campo, se paraba al lado del auto, no sea cosa que me vaya y lo deje. Al llegar lo bajaba mientras abría la tranquera y salía corriendo hacia el rancho, siempre delante del auto; se daba vuelta de vez en cuando para constatar que lo seguía, por lo que tenía que frenar para no llevármelo puesto.
Le encantaba ladrarle a las patas de los caballos y le agarraba un ataque de celos cuando acariciaba a mi Camilo (un caballo que cree que es perro).
Mi familia siempre dice que Witoldo era un perro feliz y que no hay prenda que no se parezca al dueño.
Final de la Segunda Parte
Witoldo me venía anunciando que estaba viejo y cansado, que ya no tenía fuerzas para seguirme hasta el río, que ya no le interesaba ladrarle al notificador de tribunales ni comerse la notificación, que las cataratas no le permitían leer el HOY DÍA CÓRDOBA cotidiano, que ya no se juntaba con los perros de la esquina y estaba harto que el gato amarillo le hiciera burla.
“Esto viene mal” -me dije- cuando durante la última tormenta eléctrica no se metió debajo de mi cama. Me levanté para ver donde estaba, lo encontré medio dormido, me miró sin sorpresa y me dijo: “¡no te das cuenta de que estoy sordo como una tapia!”
Fue ese sábado de febrero a la mañana, temprano. Me levanté preocupada porque no había sentido sus movimientos habituales en la casa. Witoldo Gonbrowicz estaba echado al lado de mi escritorio. Levantó la vista nublada, me miró, y sin fuerzas para mover la cola me dijo: “cortala, ya está”.
Mi familia sabe que esta es una historia con final feliz.