El microscopio
“La lente de diamante” es un famoso cuento que el escritor irlandés Fitz-James O’Brien publicó en 1858. Cuenta la historia de un joven curioso a quien, desde niño, le gustaba observar de cerca la naturaleza, en ocasiones asistido con rudimentarios instrumentos, como un tubo de cobre o un trozo de cristal. Sus padres, el señor y la señora Linley, eran gente formal que veían con preocupación tal afición y esperaban que, con los años, su hijo sentara cabeza en una carrera liberal que le diera prestigio y una buena posición social.
Para evitar conflictos familiares, el joven Linley decidió estudiar medicina en la academia de Nueva York, lejos de Nueva Inglaterra, donde vivían, con la esperanza de que nadie notara que no asistía a clases. Lo que realmente tenía planeado detrás de esa fachada era investigar sobre óptica de manera autodidacta e intentar construir un potente microscopio, improvisando un laboratorio en su modesto departamento de estudiante.
Después de instalarse, comenzó a comprar todo tipo de lentes y artilugios para fabricar microscopios, algo que no era un problema debido a su holgada situación económica. Finalmente, luego de arduas investigaciones e interminables experimentos, logró construir un microscopio tan potente como no se conocía otro. Su ojo ávido y curioso penetró en las profundidades de una gota de agua “más allá de las partículas más groseras de la materia acuosa”, hacia un mundo de formas indescriptibles e inimaginables para el ojo humano desnudo. Años después recordaría el instante previo a mirar a través de aquella lente por primera vez: “Me hallaba de pie, tembloroso, en el umbral de nuevos mundos”.
El nooscopio
Casi un siglo antes de que el cuento de O’Brien fuera publicado, el filósofo alemán Gottfried Leibniz, que creía que la razón era más importante que la vista para conocer el mundo, trabajaba en un lenguaje universal que permitiera reducir la enorme variedad de ambiguas palabras y difusas ideas a unos pocos símbolos, de manera que el pensamiento se convierta en una actividad tan simple, mecánica y precisa como el cálculo matemático.
Este artificio, que además podía delegar buena parte de funcionamiento en máquinas, amplificaría las capacidades mentales que sirven para identificar patrones, tendencias y correlaciones entre los hechos del mundo. En 1677 Leibniz escribió, “la humanidad poseerá un nuevo instrumento que mejorará las capacidades de la mente en mucha mayor medida que los instrumentos ópticos fortalecen nuestros ojos, y reemplazará al microscopio y al telescopio en la misma medida en que la razón es superior a la vista”.
Por su parte, en “The Nooscope Manifested”, un texto publicado en coautoría durante el 2020, el filósofo italiano Matteo Pasquinelli y el artista y activista digital Vladan Joler, aseguran que el instrumento imaginado por Leibniz se ha materializado en el siglo XXI, a través de la inteligencia artificial, el aprendizaje automático (“Machine Learning”), y la fenomenal extracción y acumulación de datos sobre personas y acontecimientos.
Siguiendo con la analogía leibniziana con el microscopio, los autores comparan el flujo de información que producen las “machines learning”, con un potente haz de luz, y los modelos estadísticos ejecutados por los algoritmos a escalas y velocidades que la mente humana no podría, con una lente a través de la que podemos aprehender esa información. Este complejo instrumento no aumenta la visión de la superficie de las cosas, sino que eleva la capacidad de procesar la información que de ellas proviene. A través de él no se ve mejor el mundo, en cambio, se visualiza mentalmente con mayor claridad su lógica.
En definitiva, señalan los autores, es un Nooscopio (del griego «noos», que significa inteligencia).
“Linley, el microscopista loco”, me llaman
El cuento de O’Brien da un giro inesperado cuando el joven Linley, después de un tiempo de explorar el inmenso mundo interno que descubrió en una gota de agua, casi sin poder creerlo, divisó en ésta una “forma humana, femenina” cuya adorable belleza lo enamoró desde el primer instante. Según relata, “aquellos ojos de un violeta místico”, su “largo y lustroso pelo” y “la perfecta redondez de sus miembros que formaba suaves y encantadoras curvas”, lo fascinaron.
Día tras día, el joven pasaba horas mirando por la lente a Anímula, como había bautizado a aquel ser encantador. Cada vez encontraba menos motivos para retirar el ojo del lente. Con el tiempo comenzó a palidecer y a adelgazar por falta de descanso y buena alimentación. En un intento por revertir esa situación, decidió abandonar el encierro y salir a la calle, mientras se repetía a sí mismo: “todo esto no es más que una fantasía. Tu imaginación ha adornado a Anímula con unos encantos que en realidad no posee. Compárala con las hermosas mujeres de tu propio mundo, y este falso encantamiento desaparecerá”. Bajo esa consigna se dirigió a un cabaret, sólo para caer en la cuenta del profundo rechazo que le produjeron las bailarinas al salir a escena. No podía soportar “aquellos recios miembros musculosos, aquellas anchas caderas, aquellos cavernosos ojos, aquellas mejillas burdamente pintadas, aquellos torpes movimientos discordantes”. No podía soportar a las mujeres reales porque no podía soportar la realidad. O, al menos, “esa” realidad: “Me apresuré a volver a casa para festejar una vez más mis ojos con las encantadoras formas de mi sílfide. Sentí que a partir de aquel momento iba a ser imposible combatir aquella pasión. Apliqué mi ojo a la lente. Anímula estaba allí…”
Mi nooscopio de bolsillo
Google, Metaverso, Amazon han construido los grandes nooscopios de nuestra era, las enormes lentes que permiten inteligir el mundo a niveles inéditos. Pero, además, todos tenemos nuestros modestos nooscopios en casa o en el bolsillo. Los espíritus más atrevidos y curiosos, como los de Linley, se dedican a experimentar en sus departamentos con dispositivos digitales, con algoritmos, con líneas de código, en busca de un nooscopio más potente. Es cierto que, más allá del mérito de escribirlo a mediados del siglo XIX, el argumento del cuento de O’Brien se ha convertido en un lugar común de la ciencia ficción: el mundo de fantasía se convierte en el real. Y, sin embargo, la pregunta es inevitable, ¿qué tanto resiste la analogía con nuestra era? ¿qué tanto vivimos con el ojo pegado al nooscopio? ¿en qué medida las Anímulas digitales -adorables criaturitas que viven en el fondo de la pantalla- nos enamoran con sus imágenes, sus dichos, sus adorables comportamientos? ¿Cuánto más rechazo nos produce ahora la realidad cuando levantamos la mirada?