El 14 de mayo, 10 personas fueron asesinadas y 3 resultaron heridas -12 eran negras- en un tiroteo protagonizado por Peyton Gendron (blanco, 18 años), en un supermercado de Búfalo, Estados Unidos. Gendron viajó por horas fuertemente armado hasta el punto del ataque, un barrio de población afroamericana. El martes 23, en Uvalde, Texas, en la escuela primaria Robb, donde más del 90% del estudiantado tiene ascendencia latina, 19 niñas y niños de entre 9 y 12 años, junto a dos profesores, fueron acribillados por Salvador Ramos, de 18 años, quien pereció en el tiroteo. En ambos casos se utilizaron rifles semiautomático AR-15.
El discurso oficial tras los crímenes en Búfalo señaló como móvil la violencia racial. En el de Uvalde, el gobernador de Texas, Greg Abbott (republicano), se refirió a la necesidad de mejorar los servicios de salud mental, causa argüida por el expresidente Donald Trump como móvil central de estos episodios en 2018, apenas ocurrida la tragedia en la escuela Stoneman Douglas (Parkland, Florida, 17 muertos y 20 heridos por una AR-15 disparada por Nikolas Cruz).
Pero ni la violencia (no ocurren más hechos que en otros países, ajustadas las estadísticas por cantidad de población, sino que son más mortíferos), ni los endémicos problemas raciales, ni la salud mental explican el problema.
Se estiman 393 millones de armas “particulares” en circulación en el país (más de una por habitante). Representando el 4,4% de la población mundial, EEUU retiene el 42% de armamento civil global (2017).
Existirían unos 8 millones de AR-15 (de altísimo poder de fuego, inicialmente registrada por Colt, pero fabricada por diversas firmas, con variantes) en poder de estadounidenses, aunque otras organizaciones estiman la existencia en 20 millones. Dispara entre 10 y 100 proyectiles sin recargar, con un alcance de entre 400 y 600 metros. Puede comprarse por internet por unos 600 dólares.
En 2022, conforme a las estadísticas de Gun Violence Archive, hubo 212 “tiroteos masivos” (cuando se hieren o matan a 4 o más personas, sin incluir al atacante), 27 de ellos en escuelas. En 2014 se dieron 272 tiroteos en todo el año (hoy tenemos esa cifra a cinco meses). En 2021 se triplicaron (693).
En las escuelas
Los ataques a centros educativos cobran centralidad. Según la Escuela Naval de Posgrado de EEUU, hubo 2.054 tiroteos en escuelas entre 1970 y 2018, con 681 muertes. La sociología educativa abordó el problema como un fenómeno sociocultural propio de la modernidad, identificando tres tipos: las rebeliones sociopolíticas (más presentes en el origen del fenómeno); los hechos azarosos de violencia escolar extrema (conflictos ajenos a la escuela); y la violencia escolar propiamente dicha (interna a la institución).
Entre 1966 (primer caso de violencia con armas de fuego) hasta 2018, estudiados los hechos correspondientes al tercer tipo señalado en varios países (datos de 2019), los EEUU explicaban más del 55% del total de los casos. Aunque, si se tomaran estadísticas más recientes, ese guarismo cambiaría, dado que muchos estados tomaron medidas (prohibición, recompre de armas para su destrucción, etc.) y no volvieron a registrar episodios, mientras que en EEUU aumentaron.
En las estadísticas analizadas, surge que casi el 57% de los autores son jóvenes de entre 15 y 19 años, y de ese universo, el 65% son mayores de edad. El número de estudiantes que cometieron suicidio al final de su ataque oscila equivale al 46,15% del total de los atacantes (aunque ese número se incrementa por suicidios posteriores, exposición temeraria del agresor a ser muerto en el tiroteo, etc.)
Se han estudiado diversas dimensiones para los ataques: como acción de respuesta ante una circunstancia excluyente o de pérdida (fracasos, desventaja autopercibida, crisis familiar); por el impulso de rebalancear poderes (o sublevación); por ajuste de cuentas (o venganza); por intento de hacer reconocer iniciando un grave problema para la institución (y “arrojárselo” a ésta); para terminar con una situación problemática (o “solución final).
Todas estas cuestiones presentan contextos que podrán incidir en la detonación del ataque, pero la base sigue siendo la facilidad con la que un agresor mayor de edad puede hacerse de un arma en EEUU. Y aunque existen percepciones del problema, y los sondeos de opinión indican que la ciudadanía apoyaría más control legal en la posesión de armamento, todo intento de cambio choca contra las poderosas Asociación Nacional del Rifle, que cuenta con entre 5 y 19 millones de adherentes directos e indirectos, y que aportó 4,9 millones de dólares en donaciones directas a congresistas en 2021, y celebró campante su convención anual dos días después de la masacre de Uvalde. También por el lobby de la Fundación Nacional de Deportes de Tiro, que aún destina más dinero que aquélla para apoyo en Washington.
EEUU tutela una hipótesis invertida: el público tiene un derecho inherente a poseer armas de fuego, ratificado por la Corte Suprema (la última vez, en 2008). Desde Houston (en la misma Texas, a 430 kilómetros de Uvalde), la ANR señaló a horas de la última matanza que reflexionaría, rezaría por las víctimas y redoblaría su esfuerzo para hacer las escuelas más seguras. Pareció una burla.
¿Cómo nos verán los habitantes de este planeta en unos siglos? Dan ganas de decir, parafraseando aquel spot de campaña de Clinton en el 92, “son las armas, estúpido”.
Pero hablar de estúpidos nos haría referirnos a personas. Quizá sea más preciso decir con la reconocida poeta Amanda Gorman: “Sólo un monstruo puede matar niños. Pero ver cómo esos monstruos matan niños y niñas una y otra vez y no hacer nada para evitarlo no es solo locura, es inhumano”.