Enoja denunciar el enorme desprestigio infligido oficialmente, en las dos últimas décadas, a la buena opinión y credibilidad que la sociedad argentina se había formado durante un siglo de nuestras cooperativas.
Cooperativas de su buen nombre y honor, ello a raíz de sus múltiples y diversos logros en términos y perspectiva de calidad y expectativas de vida.
Efectivamente, si sólo de auténtico contenido del cooperativismo y de sus cooperativas se trata, ni siquiera la persecución de cooperativas por nefastos gobiernos dictatoriales podría parangonarse con la campaña de desprestigio iniciada en los últimos años, con las caricaturas o simulacros de cooperativas previstas e impulsadas mediante ignominiosos planes, programas clientelares, o placebos laborales, como el Argentina Trabaja, entre otros.
¿Qué queremos decir concretamente con semejante afirmación? Precisamente, fue a partir de 1966 cuando los dictadores Juan Carlos Onganía, y después, en 1974, Jorge Rafael Videla con José Alfredo Martínez de Hoz, emprendieron la denigración y persecución de las cooperativas, fue por su lozanía, eficacia y contenido humano más que significativos y relevantes. Como todo aquello que entonces implicaba y aseguraba, complementariamente, el asociativismo cooperativo rural y urbano, mediante la franca y equitativa vinculación de personas con oportunidades, la facilitación por abaratamiento de responsables consumos y modestos financiamientos esenciales, la simplificación del acceso a la salud, a la educación, a la electrificación rural, etc.
Por generaciones, uno de los aspectos más ricos y destacables del contenido histórico en las experiencias cooperativas, era su importancia peculiar en la relación e impacto positivos al diluir -o atemperar- insatisfacciones esenciales, pobrezas y desigualdades socioeconómicas.
De ahí el inicial impulso democrático a partir de nuestro ícono educativo, la Ley 1.420, del año 1884, al contemplar cooperativas y bibliotecas escolares. Después, con la ley de educación cooperativa, N° 16.583, en la presidencia de Arturo H. Illia; ambas convergentemente complementadas con la ley 23.427/1986, al crearse en el gobierno de Ricardo Alfonsín un generoso y abundante Fondo Federal coparticipable para Educación y Promoción Cooperativa.
En cambio, el enorme desprestigio infligido oficialmente -con la complicidad del INAES- en las dos últimas décadas al buen nombre y honor del cooperativismo, y de todas sus empresas cooperativas, consistió arteramente en un colosal y sostenido vaciamiento axiológico y material de dicho contenido cooperativo, el mismo que supo y pudo configurar y consolidar secularmente a las cooperativas como artífices del desarrollo urbano y rural argentino.
Más allá de lo eternamente repudiable e imperdonable del cooperativismo argentino a los dictadores militares y sus agentes civiles, traidores infames a la Patria; por estos días el tiro de gracia a tal desprestigio es consumado por innumerables placebos laborales: las cooperativas piqueteras, con planes sociales, absolutamente vaciadas de todo noble y cabal contenido cooperativo, pero sospechadas y empachadas de espurias cooptaciones ideológicas.