Una sucesión de escándalos, que generó la renuncia de 50 funcionarios, suscitó la renuncia del premier inglés, Boris Johnson, todavía en el cargo a la espera de que el Partido Conservador inicie el proceso de sustitución (que combina una selección entre los representantes en la Cámara de los Comunes de dos candidatos/as y una posterior elección postal por aproximadamente 200.000 afiliados partidarios). Calificadas voces, como el ex premier John Major, han sugerido una vía rápida para la sustitución, o un interinato hasta tanto se complete el proceso. En la danza de nombres (una decena), Ben Wallace (ocupó la cartera de Defensa), Liz Truss (fue titular de Relaciones Exteriores) o Jeremy Hunt (aquél que le hizo fuerza al Boris que trepaba a la cima) aparecen como más adelantados al resto.
Los escándalos son conocidos. El “party gate” (varias fiestas en pandemia, en el domicilio oficial del primer ministro) que hasta aquí sólo tuvo una penalización administrativa; las donaciones no declaradas para remodelaciones realizadas en el apartamento donde reside el premier, la actuación de un lobbysta muy cercano a Johnson, que cobró sus cometidos mientras ocupa una banca en el Parlamento y el derrape de Mr. Pincher, parlamentario de la máxima confianza de Johnson que admitió haber manoseado a dos hombres en un club londinense (Johnson primero negó conocer sus antecedentes y luego tuvo que admitir haberlos soslayado) parecen demasiado para cualquiera, particularmente en un contexto sociocultural como el inglés, tolerante con los excesos, pero impiadoso con la estupidez.
Es que Boris tampoco tenía mucho para mostrar en su gestión. El Reino Unido transita su mayor pico inflacionario en 40 años. El Brexit no ha dado los frutos que, entre otros, Johnson proclamó en su carrera hacia Downing Street. Si bien el desempleo no es un problema, la cantidad de vacantes está en su máximo: los puestos no pueden ser cubiertos por las restricciones impuestas tras la salida de la Unión Europea. En paralelo, Johnson optó por posicionarse, frente al conflicto con Ucrania, como un “canciller de hierro”; nuevamente sus límites (armamentísticos, presupuestarios, geopolíticos) acotaron su accionar, aunque lo expusieron internacionalmente y no del modo al que el ex comunicador aspiraba.
La mala praxis gubernamental, dicen muchos, nace de su propio estilo. Johnson no es un outsider. Es un cuadro largamente formado, que estudió en Eaton, Oxford y Bruselas, erudito desde sus épocas de cronista y escritor (fue el preferido de Margaret Thatcher, siendo muy joven), haciendo la diferencia en su paso por diversas empresas periodísticas. Parlamentario desde 2001, alcalde de Londres entre 2008 y 2016, canciller entre 2016 y 2018, fungió primero como reemplazante de Theresa May (en maniobra de pinzas que recordó la encerrona sufrida por Anthony Eden tras la debacle en Egipto en 1956, cuando el Partido decidió su sustitución en 1957 por Harold Macmillan); para lograr un rotundo triunfo electoral en 2019, comparable al mejor momento electoral de su idolatrada Thatcher.
Es el cinismo, Boris
Su renuncia no parece mostrar reflexión, mucho menos arrepentimiento: “Lamento no haber convencido a mis compañeros y no poder seguir liderando estos proyectos e ideas”. La cerrazón sigue ahí. “Nadie es indispensable en la política”, aclara y oscurece: ¿se lo dice a sí mismo, o se lo refriega al resto? Anticipó que ocupará su banca (hasta su renuncia, le respondían unos 65 miembros del bloque “tory”, sobre un total de 359).
El mundo no parece extrañarlo, salvo Ucrania, que hizo público su lamento por la renuncia. Los EEUU emitieron un despacho pasando la página, sin siquiera nombrarlo, ratificando su alianza el Reino Unido. Europa miró para otro lado. En el pago chico, Irlanda abrió un compás de espera (fue muy negativa la relación con Johnson, que tras el Brexit planteó una frontera física con Dublin), y Escocia mantiene su idea de plebiscitar su independencia (en octubre de 2023).
Johnson pasa sus últimos días en Downing Street. Al mando de un equipo de cartón, sabiendo que sólo puede firmar lo indispensable, palpita su fracaso. “Quiero que sepan lo triste que estoy de resignar el mejor trabajo del mundo”, manifestó al renunciar. Se le escurrió de entre los dedos, como la última picardía que tenía pensada: casarse a lo grande en la fastuosa residencia de Chequers, una fiesta para cientos de invitados, a costa del tesoro británico. Era decirle a todos: “el eterno díscolo, y el más inteligente, lo hizo de nuevo”. No podrá ser.
Por una parte, los modernos sistemas tecnológicos que rigen el marketing electoral, en un mundo que en numerosos rubros, se sigue secando de contenido, cada vez más permeable a los vientos o los algoritmos, todavía no preparan ni buenas plataformas de gobierno, ni razonables gestores. Por otro, la pandemia ha expuesto de manera muy cruda las contradicciones y los excesos de la dirigencia política. El sentirse excluido de cumplir las obligaciones más elementales, porque el poder los ampara; el desapego a las formas, los estilos y el vacío. El cinismo contemporáneo, el que trasciende la hipocresía y se asocia a la desvergüenza.
Para Boris, llega el tiempo de recalcular. Para el Partido Conservador, el desafío de estar a la altura.