La invasión de los palacios del Congreso, la Justicia y la Presidencia fue percibida por el bolsonarismo extremo como su última oportunidad para desencadenar un golpe de Estado y “evitar el comunismo”. Ahora las investigaciones judiciales alcanzan al propio Jair Bolsonaro, mientras el establishment económico ha condenado duramente aventura golpista, al igual que EEUU y los gobernantes de los países más influyentes.
¿Fue sorpresivo? ¿O tal vez imprevisible? Los analistas ya habían anticipado que, si Jair Bolsonaro era derrotado, habría un escenario semejante al que instaló Donald Trump el 6 de enero de 2021 con la invasión del Capitolio. El ex presidente brasileño y sus hijos pudieron aprender el “abc” de la construcción un amplio grupo con ideología de extrema derecha, con la ayuda inestimable de Steve Bannon y su mandante, Trump. Y el bolsonarismo tuvo finalmente su Capitolio.
De la ocupación del Palacio del Planalto, el Congreso y el edificio de la Corte Suprema hay testimonios indelebles, con fotografías y videos que intercambiaron entre sí los “invasores”. Los audios, transmitidos mediante las redes sociales, revelan hasta qué punto los organizadores habían difundido el mensaje de que ese domingo se jugaba “al todo o nada”.
“Jair Messias Bolsonaro: usted volverá a este país para que esta nación pueda continuar bajo su gobierno”, se decía entre los mensajes de los acampados. Las consignas fueron variadas, pero hay una que reviste un contenido significativo: «Mi héroe, estamos aquí en tu casa; en nuestra casa». De hecho, los núcleos de la organización del asalto al centro del poder en Brasilia apostaban a que el caos generado con la presencia masiva de manifestantes llevaría a la intervención golpista de las Fuerzas Armadas que quitaría definitivamente a Lula da Silva del centro del escenario político. “Es nuestra única y última oportunidad”, posteó un bolsonarista autoidentificado como evangélico.
Una mirada a los resultados de las elecciones del 30 de octubre revela la escasa diferencia que medió entre Bolsonaro y Lula (dos millones de votos en una población de 170 millones de votantes); una diferencia que explica en gran medida la heterogeneidad de la masa electoral de Bolsonaro. La militancia que le confiere la fuerza social a este movimiento de extrema derecha encontró en Bolsonaro una forma de resistencia, sin duda autoritaria y reaccionaria, a los procesos progresistas impulsados por el Partido de los Trabajadores, como la búsqueda de igualdad social, la inclusión racial y las políticas de género y diversidades sexuales. El 8 de enero, el día en que los extremos furiosos del bolsonarismo depredaron el Palacio del Planalto, la rabia de ellos y sus mentores los llevó a agujerear cuadros famosos, destrozar muebles y robar armas de la casa de gobierno. Barras de metal, escudos, pedazos de palos, extintores de incendio y hasta una manguera de agua les sirvieron de herramientas para destruir lo que encontraban a su paso.
Una pregunta inevitable es: ¿cómo se llegó a este nivel de estragos en una capital que cobija el centro del poder político y judicial brasileño? ¿Dónde estaban las fuerzas de seguridad para reprimir la demolición de los interiores de tan simbólicos edificios? Ahora resulta claro que en muchas esferas políticas y judiciales estaban al tanto de lo que se avecinaba. Contaban con información desde al menos el sábado 6, como lo admitieron el ministro de Justicia Flávio Dino, y el gobernador apartado del Distrito Federal, Ibaneis Rocha.
Las esferas superiores del mundo político brasileño reconocieron que había, entre los bolsonaristas, una intención de crear un caos suficientemente grande como para inducir la intervención militar y la toma del poder transitoria por algún general, hasta el retorno de Bolsonaro al país desde Estados Unidos. Hay pruebas de que el golpismo estaba en marcha a partir del triunfo de Lula, es decir, dos meses antes de que asumiera la Presidencia. El juez de la Corte Suprema, Alexandre de Moraes, se basó en esos indicios para incluir al propio Bolsonaro en la lista de quienes deben ser investigados como “autores intelectuales” del desastre. El pedido de procesamiento provino de la Procuraduría General de la República, conducida por el bolsonarista Augusto Aras, quien optó por pedirle a su segundo que firmara la demanda. El documento recuerda que Bolsonaro compartió un video en el momento de las “acciones terroristas” en el que reiteró sus cuestionamientos a la conclusión del conteo de votos de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales.
Otro dato preocupante fue el comportamiento de la Policía Militar del Distrito Federal, que no sólo no reprimió a los asaltantes, sino que facilitó su ingreso a las principales instituciones del Estado.
El horizonte de la relación con las Fuerzas Armadas es complicado. Resulta obvio que demorará un tiempo en normalizarse; incluso antes, el presidente debe “encoger” la visión que tiene el generalato de las funciones de esa institución. Lula dijo: “Las Fuerzas Armadas no son un poder moderador, como creen ser. Tienen un papel definido en la Constitución, que es la defensa del pueblo brasileño y de nuestra soberanía ante conflictos externos. Quiero que cumplan bien esa función”. Esa es una de las razones por las cuales el gobierno no quiso acudir al Ejército para que custodiara el Planalto, la Corte Suprema y el Congreso. El viernes 13 de enero llegó a plantearse esa posibilidad ante las amenazas de nuevas manifestaciones, que iban a desarrollarse en todo Brasil, pero fue velozmente descartada. Hay un instrumento, llamado Garantía de la Ley y el Orden (GLO), que permite en determinadas circunstancias, y a pedido del Poder Ejecutivo, el empleo de las Fuerzas Armadas. Pero el presidente se negó férreamente a usar ese decreto. No sólo fue una cuestión de principios: hubo también un registro de la connivencia de personal del Ejército con los bolsonaristas.
Hay un factor clave, en cierto modo olvidado, que frena las aventuras golpistas y la desestabilización permanente a las que apunta el bolsonarismo: el establishment brasileño no apoya la estrategia del ex jefe de Estado y sus seguidores; es consciente de los perjuicios económicos, en especial en las inversiones –tanto financieras como productivas– que puede ocasionar una persistencia del conflicto. Más aún, teme el impacto internacional que tuvo la ferocidad de quienes asaltaron el corazón del poder.
Joe Biden se comunicó con Lula da Silva; le dio todo su apoyo, le ofreció ayuda y lo invitó a visitarlo cuanto antes en Washington. A estos gestos hay que sumar el rechazo de los europeos: Olaf Scholz, Emmanuel Macron, Pedro Sánchez y el rey Felipe VI; el ex premier italiano Massimo D’Alema y hasta la propia Giorgia Meloni: para la referente de extrema derecha, los hechos del domingo son inaceptables. Es bueno recordar la reacción de los presidentes de la región, especialmente Alberto Fernández, Gustavo Petro, Gabriel Boric y Luis Lacalle Pou. Todos ellos estarán presentes junto a los demás mandatarios de América Latina en la reunión de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) del 24 de enero en Buenos Aires.
Vale la pena refrescar la declaración del poderosísimo empresario brasileño Abilio Diniz, fundador del grupo Pan de Azúcar, quien, además de repudiar los hechos junto a otros empresarios, señaló: “No tengo dudas de que los brasileños eligieron el mejor presidente para Brasil, porque el sistema democrático es la mejor forma de escoger a nuestros líderes”. El “círculo rojo” brasileño le soltó la mano a los bolsonaristas.