Raramente los gestos simbólicos están a la altura de lo que pretenden representar, por muchas y rimbombantes que sean las palabras empleadas por sus protagonistas en ceremonias y eventos que más parecen buscar un efecto mediático y emocional inmediato que un cambio real en la circunstancia histórica en la que se producen. Pero, aun a pesar de eso, es difícil relativizar la última visita de Joe Biden a Kiev, su carácter de histórico y, tal vez, de definitorio. Es histórico si se piensa que es la primera vez que un presidente estadounidense visita Ucrania en el ejercicio de su cargo, desde que George W. Bush hiciera lo propio en 2008 (antes de la anexión rusa de Crimea). Y lo relevante es que Biden fue a un país en guerra en el que no hay desplegadas tropas de combate estadounidenses; un país que no es un aliado de la OTAN; ni con el que Washington tenga ningún acuerdo de defensa. Lo hizo, además, cuando estaba a punto de cumplirse un año de la invasión que Vladimir Putin decidió lanzar el 24 de febrero de 2022, en un intento de robarle protagonismo y marcarle la agenda justo unas horas antes de su previsto discurso de balance. Lo que queda por ver es si se trata también de un gesto definitorio, cuando lo que Ucrania necesita es munición, el paseo por las calles de Kiev y la corona de flores depositada en el memorial dedicado a los caídos en la guerra. Por eso, más allá del nuevo paquete de 500 millones de dólares que confirmó a su llegada y la inminente aprobación de otro paquete de sanciones contra Rusia, lo fundamental es determinar hasta dónde está dispuesto a llegar Washington en el apoyo a un país que ya está sufriendo una nueva ofensiva militar rusa, iniciada a finales del pasado enero.
Y eso es lo que Biden ha tratado de aclarar, cuando ha declarado que su visita buscaba despejar cualquier duda sobre el nivel de apoyo que está dispuesto a prestar. Un mensaje con, al menos, cuatro destinatarios: su propio Congreso, con mayoría republicana, procurando evitar que se desmarque del rumbo de la Casa Blanca cuando se acercan la nueva ofensiva que Ucrania está preparando. Una ofensiva que sólo podrá lograr resultados significativos –como, por ejemplo, cortar el corredor que le permite a Moscú alimentar Crimea por vía terrestre– si finalmente recibe el material que lleva solicitando hace tiempo, empezando por una munición que comienza a escasear y siguiendo por los tanques, los blindados y la artillería autopropulsada, con la vista puesta en los aviones de combate que algunos países parecen dispuestos a poner en manos de Ucrania.
Como cabeza visible del Grupo de Contacto de Ramstein, Biden también ha querido dirigirse a la cincuentena de países que han decidido apoyar militarmente a Ucrania. Cuando ahora mismo se debate en su seno cuál debe ser el próximo paso que dar y cuánto tiempo puede prolongarse el suministro de equipo, material y armamento –con el temor de que acabe provocando una escalada rusa hasta niveles insostenibles–, el gesto del presidente estadounidense busca consolidar el rumbo adoptado desde que se decidió entregar algo más que material almacenado sin uso hasta llegar a los HIMARS y los Leopard 2. Y en el mismo paquete Biden ha mirado hacia Moscú, haciendo ver a Putin que el vínculo trasatlántico no se ha resquebrajado y que Washington sigue dispuesto a mantener la apuesta el tiempo que sea necesario, a pesar de los costes que eso puede producir.
Eso no oculta, sin embargo, que es ahí donde se plantean las principales dudas, porque en el peor de los escenarios imaginables, nada garantiza que, si desesperado, Putin opta por el uso de armas nucleares, Biden vaya a estar dispuesto a traspasar igualmente el umbral nuclear poniendo en riesgo a su propia población por respaldar a un país que no supone un interés vital para EEUU.