A pesar de haberlo invitado al Salón Oval de la Casa Blanca hace menos de un mes, la Administración Biden acusa ahora al presidente brasileño, Lula da Silva, de “repetir como loro” y “esparcir propaganda de desinformación rusa” respecto del conflicto en Ucrania.
Esto se da luego de que el mandatario afirmara, no sin razón, que para que se produjera la guerra, Ucrania también decidió pelear. Eso, sin mencionar que Kiev no podría haber llegado a este punto sin la ayuda multimillonaria proporcionada por los países miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), cada día más grande y expandida más “hacia el Este”, incumpliendo de esta manera promesas históricas hechas a Rusia. Lo cierto es que esto molestó sobremanera a Washington, pero, probablemente no sea el mayor problema que tiene actualmente la Casa Blanca con Lula.
Su viaje a Beijing y sus reuniones con Xi Jinping calaron fuerte en las altas esferas estadounidenses, que parecen encontrar en el brasileño ya no a un aliado clave en América del Sur, sino, prácticamente, un “desagradecido” del apoyo inicial de Washington ante su predecesor, Jair Bolsonaro, a quien veían (y siguen viendo) como a un Donald Trump sudamericano.
En América del Sur se dieron, casi de forma paralela, dos acontecimientos que muestran posturas diametralmente opuestas respecto de la cuestión internacional. Mientras a Buenos Aires llegaba la jefa del Comando Sur estadounidense, la generala Laura Richardson, a Brasil llegaba el canciller ruso, Serguei Lavrov, con una carta en mano del mismísimo Vladimir Putin, invitándolo a una reunión en Moscú en julio próximo. Si va o no, es una incognita; (no deja de ser curioso que Bolsonaro fue el último presidente en reunirse con el jefe del Kremlin, previo a que Rusia lance la invasión a Ucrania).
Que Brasil haya decidido mantenerse al margen de las sanciones impuestas por Occidente a Moscú lo posicionan como un interlocutor válido a la hora de pensar un plan de paz, como el que Lula presentó. Se trata de una coincidencia más con los chinos, quienes se encuentran, actualmente, apoyando a Moscú -aunque de una manera bastante moderada- pero que tienen un fuerte interés en que el conflicto termine lo antes posible con una solución pacífica. Algo, por ahora, poco probable.
Lula también fue claro a la hora de anunciar el futuro e inminente ingreso de Brasil a la Iniciativa de la Franja y la Ruta (en inglés, Belt and Road Initiative – BRI), la principal herramienta de cooperación china. Se trataría del último país económicamente significativo de América del Sur en hacerlo. Ya lo hicieron Chile, Uruguay, Bolivia, y Argentina. Esto se trata de un desafío prácticamente abierto a Washington, decidido a frenar -o, por lo menos, a ralentizar- el avance chino en América Latina.
Un desafío aún mayor fue el que Lula lanzó al dólar, afirmando que es momento de terminar con esa hegemonía, para comerciar en las monedas propias de los países. En la misma línea, hubo fuertes criticas del brasileño hacia el FMI y como éste “ahoga” a países como Argentina.
Desde el regreso del viejo líder al Planalto se produjo un regreso de Brasil como un actor de peso en el escenario internacional, y, más particularmente, de los países que abogan por fortalecer el mundo multipolar. Tras el cada vez mayor aislamiento internacional de Bolsonaro hacia el final de su mandato, que había perdido a su mayor aliado, los EEUU de Trump, Brasil ha vuelto con todo. Un ejemplo de esto es el nombramiento de la ex presidenta, Dilma Rousseff, al frente del banco de los BRICS.
Se trata de un lugar clave: Rousseff afirmó que las proyecciones sitúan el PBI de los BRICS por encima de los paises pertenecientes al G7, al mismo tiempo que anunció nuevas reglas comerciales, buscando poner al yuan al mismo nivel que el dólar y el euro, así como también la financiación de proyectos de infraestructura en las monedas locales. La idea expresada tanto por Lula como por Dilma es la de “liberar a los países emergentes de la sumisión a las instituciones financieras tradicionales”, o sea, del FMI.
Paradójicamente, los nuevos posicionamientos políticos que se dieron a partir de la irrupción de figuras y dirigentes del espectro denominado “antiglobalista”, como Trump o Bolsonaro, reconfiguraron el mapa internacional, haciendo posible que los costos de movimientos políticos y diplomáticos como los de Lula sean menores. El actual gobierno de EEUU tiene mayores opciones más que continuar apoyando, aunque sea de manera moderada, al gobierno de Da Silva, porque es bien consciente que, en frente, tiene a Bolsonaro (o incluso alguna opción más extremista). En ese sentido, y debido a la envergadura de su país, Lula puede manejarse con una libertad mayor que la que tenía durante sus primeros mandatos (donde, dicho sea de paso, contribuyó a la creación del BRICS, junto a Rusia, India, China y Sudáfrica, bloque ahora pretende revitalizar y ampliar a países como Argentina o Irán).
El actual escenario global de multipolaridad creciente le permite a Brasil tener otro juego, uno mucho más libre e independiente. Aunque a Washington eso parece no gustarle nada.