Una novela de aventuras basada en hechos históricos narra el encuentro, en el siglo XIX, de un contrabandista con un legendario rey africano. El personaje principal, Tom Grant, se une a la expedición del embajador inglés, quien se propone entablar relaciones comerciales con el jefe Shaka. El encuentro cultural (“choque”, más bien) entre ambos pueblos acaba en tragedia y con las vidas amenazadas de Grant y sus aliados. El narrador relata la historia del imperio zulú, y nos acerca mucha información sobre las costumbres de las tribus africanas, su forma de vida y la confictiva relación con la dominación colonial. El autor es el médico cordobés Hernán Lanvers, el primer argentino en escalar el Kilimanjaro, en Tanzania, experiencia que lo llevó, tanto al conocimiento del Africa profunda, como a la escritura de sus obras. “Hombres como dioses” es la novela que empezamos relatando.
Mientras Lanvers sube montañas y conoce el mundo cultural africano, más abajo, en Sudán y el Congo, una epidemia iniciada en un pueblo cercano al río Ébola -del que la enfermedad toma el nombre- hace estragos. Entre las consecuencias de las políticas coloniales que los africanos sufren hasta la actualidad podemos repasar: las enormes hambruna; las guerras intestinas; los desplazamientos; las desigualdades; la falta de acceso a una vida digna, a la salud, a la educación de niñas y niños; y la imposibilidad de avances sociales en materia de derechos humanos.
Contraer enfermedades como el Sida, la malaria, el cólera, la tuberculosis, el sarampión, son parte de un paisaje de resignación, contado así por el escritor de Camerún, Nash Mala: “Vengan a acompañarme/ vamos al CHU de la Capital/ mercado mundial de las enfermedades./ Vamos a comprar el cólera/ en los baños que vomitan heces/ vamos a comprar el paludismo/ en las aguas estancadas del patio/ vamos a comprar el Sida/ en los desechos o desoinfectacos/ vamos a comprar la locura/ en las bolsas de la corrupción y el orgullo”.
Este poema está incorporado en el libro de la escritora Véronique Tadjo, nacida en Francia pero educada en Costa de Marfil, y quien se considera a sí misma “panafricana”. Su último libro es una novela polifónica, llamada “En compañía de los hombres”, publicada en español este año por la editorial Empatía, y traducida por Leandro Calle, habitual columnista de HOY DÍA CÓRDOBA.
Cuenta la tragedia desatada por la epidemia de ébola en el año 2014 y propagada a muchos países africanos (Guinea, Liberia, Sierra Leona), con un resultado de miles de muertos e infectados.
Los medios occidentales están acostumbrados a mostrar cómo mueren los africanos, no cómo viven, señaló Henning Mankell en su última visita a Buenos Aires. Con bastante congoja, hay que reconocer que el escritor sueco, que hablaba poco, escribía mucho y había elegido vivir en África, dice una verdad implacable. Por ello, en una novela como la de Tadjo, la memoria adquiere fuerzas cuando abre los registros de la dignidad (y la indignidad) humana. Nos instala en los relatos de los vivos en un tiempo no muy distante del de la tragedia.
Habla, entonces, la narradora, una joven que ha superado la enfermedad, pero no la desesperación de perder a toda su familia. Su memoria es el tiempo de la palabra, desde un presente que no oculta ni la tragedia del ébola, ni las aflicciones de los seres humanos, ni las injusticias que dejan entrever las dimensiones políticas y simbólicas de la epidemia en países arrasados por las guerras, las violencias y la indiferencia del resto del mundo.
Con resonancias de antiguas tradiciones orales, hablan hombres y mujeres con lazos sociales solidarios, con las marcas que deja la epidemia y que, desde este lado del mundo, nos traen el eco del reciente covid-19.
Habla un médico con traje de astronauta: “No quiero que el virus se alce con la victoria. Luchar es el precio que se debe pagar cuando se vive en el mismo planeta”.
Habla una enfermera: “Las mujeres son las más afectadas por la epidemia, porque son las que están en la cabecera de los enfermos… nuestras carencias toman una dimensión gigantesca”.
Habla una madre que “lleva la muerte en sus alas”, que ha visto morir a sus hijos y comprende que “el ébola golpea por la espalda y sin piedad. ¿Qué fuerza desconocida dirige su mano?”.
Habla un investigador, que sabe que “para vencer al virus hace falta mucho más que la ciencia”, y acude al chamán de la tribu, quien puede comunicarse con los ancestros: “En esta carrera contra reloj, los ancestros tienen algo que decir. Ellos son los protectores, los grandes aliados de los vivientes. El hospital es un fracaso”.
Habla un voluntario extranjero que se pregunta: “¿Hemos comprendido que éste no es el fin sino el comienzo de una larga batalla?”
Hablan los niños huérfanos, que “necesitan tiempo para olvidar”: “Mi padre me dijo, ándate, márchate… El pueblo está maldito”.
Habla la Muerte; habla el virus mismo; hablan los murciélagos y los simios que reclaman al hombre el haber arruinado “el esplendor de la selva”; hablan los árboles y también la música y la poesía, “como quien lanza un grito al cielo”.
Todo conmueve, todo es aflicción, todo muestra una herida y la imposible sutura de un tiempo que es necesario nombrar. Por ello, tal vez la palabra central sea la de un viejo árbol del bosque, un árbol centenario, “árbol primero, árbol eterno, árbol de sabiduria”. El baobab.
Figura excepcional, testigo quieto, se aboca a seguir amando a quienes no entiende, a contar un acontecimiento del que se le escapan los códigos, a señalar el camino de una posible reparación.
Pensador solitario, protector de la selva, de los pájaros y los ríos, símbolo antiguo de la unión entre los hombres y la naturaleza, el baobab cuenta los tiempos felices: “el tiempo en que los hombres hablaban con nosotros, los árboles”; cuenta el despojo cuando “los hombres se transformaron en una armada de hormigas magnan, terribles depredadoras”; cuenta el dolor del presente “África llegó a ser el origen de todo sufrimiento. El lugar donde se jugaba el destino de la especie humana”.
Sin conocer a los griegos antiguos, el viejo baobab también cree que los dioses han enviado las desgracias a los mortales para que éstos puedan tomar conciencia, y para alentar una esperanza más allá de toda desesperanza, porque “la tierra es una historia que no hemos terminado de contar, una historia de náufragos perdidos en una isla”.
Los reinos de los hombres como dioses de ébano, como narra la novela de Lanvers, han sucumbido al desencuentro entre los seres humanos dominadores y el mundo de los sufridos, los desplazados, los aniquilados. Y lo dicen los relatos, las canciones, las tradiciones orales, la poesía. Contra toda censura, contra toda penumbra, contra todo posible olvido.