La migración internacional ha adquirido un rol central en el debate político. Para miles y miles de latinoamericanos, confrontados a la inseguridad alimentaria, la desocupación, las crisis del cambio climático, el covid-9 y la disparada de los precios de los productos básicos, migrar parece ser la única opción.
Prácticamente, todos los países de la región son parte de los ciclos migratorios, sea como países de origen, destino, retorno o tránsito. Según estimaciones de la ONU, en 2020 43 millones de personas de la región vivían fuera de sus países de nacimiento, representando el 15% de la población mundial de migrantes. Hoy, la migración se caracteriza crecientemente por flujos irregulares e incluye migrantes económicos, ambientales, migración forzada o involuntaria, solicitantes de asilo, refugiados, migrantes en situación irregular, personas traficadas, víctimas de trata; migrantes varados, niños, niñas y adolescentes no acompañados, entre otros. La principal característica de estos movimientos mixtos es su condición de alta vulnerabilidad.
Migrar no es una opción, también es la única forma de conservar la vida para muchos que deben dejar sus países perseguidos por la represión de regímenes opresivos. Otros deben dejar su país para evitar que ellos o sus hijos sean reclutados por un grupo paramilitar o pandillero.
La Comisión Económica para América Latina – Cepal señala que la migración debiera ser una opción informada y libre, y no una necesidad impuesta por las carencias y el sufrimiento, para lo cual se necesita una mirada regional sobre la gestión de las migraciones, estableciendo corresponsabilidades entre los Estados y teniendo en cuenta el ciclo migratorio completo.
Asimismo, la guerra en Ucrania ha conllevado graves problemas alimentarios en varias regiones, sobre todo en África y Medio Oriente, pero la inseguridad alimentaria en América Latina aumenta inexorablemente, pese a su capacidad de producción agrícola.
Los migrantes de los países limítrofes son colocados en el lugar de chivo expiatorio. Los discursos que responden a una matriz cultural xenófoba los responsabilizan de los problemas, corriéndonos el foco de las injusticias e inequidades estructurales. La “portación de cara” juega un papel central de discriminación.
De acuerdo con la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, en México, las ganancias que obtienen bandas de la delincuencia organizada por el tráfico ilícito de migrantes ascienden a 7.000 millones de dólares anuales, y es previsible que dicha cifra crezca debido a que en los pasados 10 años aumentó más del doble lo que exigen los “coyotes” -traficantes de migrantes- por sus “servicios” y hoy rozan los 20.000 dólares, para lo cual las familia migrantes deben vender todo lo que tienen en sus países. En México se produjeron 4.541 muertes y desapariciones de personas migrantes en la frontera con EEUU, desde 2014 y hasta el 23 de junio de 2023.
El crecimiento en los costos que enfrentan los migrantes indocumentados es provocado por la maraña de obstáculos legales, físicos y policiales desplegados por EEUU para impedir el ingreso a su territorio; está claro que los “polleros” no cobran por transportar a sus clientes, sino por facilitarles eludir la vigilancia de las autoridades migratorias de uno y otro lado de la frontera.
En 2024, Washington gastará 25.000 millones de dólares sólo en su Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) y su Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE), a lo que debe sumarse el presupuesto de otras agencias que participan en la lucha antimigrante, así como las gigantescas asignaciones de los estados sureños, que han adoptado la bandera de la xenofobia incluso cuando no tienen fronteras internacionales terrestres, como Florida. Ésta es otra faceta del negocio.
Con una pequeña parte de esos recursos pueden reducirse las causas de la migración en varios países de la región, pero Washington prefiere “invertirlos” en muros, alambradas, tanquetas, drones que no aminoran los flujos migratorios, sino que contribuyen a multiplicarlos al generar incentivos perversos para los traficantes, quienes se enriquecen a medida que la travesía se dificulta.
Las permanentes demostraciones de fuerza ocultan a los ciudadanos la complicidad de las autoridades fronterizas con la delincuencia organizada, pues sería imposible burlar el impresionante despliegue tecnológico estadounidense sin sobornos, encubrimientos y componendas entre los “coyotes” y los supuestos vigilantes.
Después de la inhumanidad, la inutilidad y la corrupción, el cuarto componente de la política antimigrante estadounidense es la hipocresía: se pone toda suerte de obstáculos a la llegada de personas que la propia superpotencia requiere, porque sin la mano de obra migrante perdería sus márgenes de rentabilidad y de competitividad, e incluso su capacidad de mantener en marcha muchas de sus actividades productivas.
Las medidas represivas han paralizado en Florida a la agricultura, la construcción y el turismo, tres sectores claves en que los indocumentados forman una amplia mayoría de la fuerza de trabajo. Sólo es una demostración del afán del gobernador Ron DeSantis de ganarse al electorado más cavernario, de cara a las primarias presidenciales del Partido Republicano.
Pero para resolver el problema de las migraciones masivas, resulta ineludible abordar sus causas profundas: la pobreza, la inseguridad alimentaria, la marginación, la falta de oportunidades, la desigualdad, la violencia, el despojo territorial y el cambio climático. Y entonces debería implementarse el derecho a migrar con las regulaciones adecuadas que garanticen la seguridad nacional e interior del país receptor.