Por Lucas Gatica
Todas las ciudades tienen sus tristezas. Córdoba tiene las suyas. Por ejemplo, cuando llueve sobre la Cañada, el trayecto del aeropuerto hacia el centro o un domingo de invierno por el mercado norte. Los colores de las congojas cordobesas podrían buscarse en versos de Daniel Salzano: “Hay veces que pienso en el pasado y no sé si me gusta o no me gusta/ ¿A quién no le gusta tomarse un cafecito en la vereda del Sorocabana?/ El Sorocabana es un bar que me gusta mucho/ Una vez estaba solo/ en la vereda del bar/ y empecé a llorar/ Pero eso ya lo dije/ me gusta llorar/ y odio estar solo”. Pero no es tristeza, es algo más profundo. Los brasileños tienen una palabra para ello.
La reivindican y la utilizan siempre que pueden: saudade. Es esencial para entender el país, la cultura y la gente de allí. Es una palabra que, en principio, no tiene traducción pero que puede entenderse como añoranza o nostalgia. Es un término amplio. Los cuadros de Edward Hopper transmiten esa saudade, ese sentimiento. Esa luz que cae en el último minuto de la tarde, una mujer sola en un bar o en un tren, la imagen de una estación de servicio en medio de la nada, personas tomando sol en traje y corbata. En esas pinturas de Hopper los escenarios urbanos engrandecen esos tonos tristes, esa soledad.
La ciudad aporta su dosis de melancolía.Sin embargo, la saudade puede ser dulce, placentera. Nos pasa cuando escuchamos una canción que asociamos a un amor perdido y lejano. En un primer momento, cuando la herida está aún abierta, luego de la separación, esa canción es insoportable. Tiene que pasar un tiempo para que podamos volver a oírla sin sufrir. Cuando eso sucede, se rememora aquel amor con una tristeza placentera, gustosa. Vienen recuerdos sobre esa persona, momentos compartidos juntos. Y, así, se vuelve a escuchar esa canción una y otra vez. Eso podría ser la saudade. Cada vez que voy por primera vez a una ciudad intento ir a esos lugares “tristes”, “saudosos”. En Lisboa fui a bares con fados en vivo y al monumento de donde partieron los exploradores portugueses. También está esa saudade, la de la propia ciudad, la saudade por un imperio que ya no es, de una ciudad que fue en su momento relevante y hoy es una más de las tantas en un continente envejecido y sin la influencia que tenía hace tres siglos.
Quiero decir, las ciudades tienen sus propias nostalgias, nosotros tenemos las nuestras en relación a ella. Como quien avía ropas/ el otrora aviemos/ en este desasosiego que el descanso/ trae a nuestras vidas cuando solo pensamos/ en lo que ya fuimos/ y hay solo noche afuera, escribió Pessoa, el lisboeta más famoso, un fanático empedernido de la saudade.Esa música, el fado, tan triste y melancólica como la nuestra, el tango. Todo es pérdida, ojos húmedos, acordes azules. No es casualidad que la canción considerada la primera en el género tanguero se llame “Mi noche triste”. La escribió Pascual Contursi en 1917, el mismo autor de “Desdichas”, “Pobre corazón mío”, “Qué calamidad”, “La he visto con otro”, entre otros desconsuelos pasados por la licuadora del 2×4.
Los que entienden de librerías dicen que es en la sección de poesía donde uno puede darse cuenta si el propietario está en el negocio por dinero o por amor a la literatura. Normalmente, la poesía ocupa un lugar pequeño, al fondo de los locales -a veces en el subsuelo- relegándola a un segundo plano. La poesía no da dinero, está claro.¿Alguien lee poesía en estos tiempos? Creo que sí. La música que escuchamos tiene poesía, en las marchas políticas hay poesía, en las iglesias lo que se recita está en verso. Dios habla en verso. La poesía nos rodea más de lo que creemos. Nos contorna. Un fado de Chico Buarque tiene un recitado que dice: “Sabe, no fundo eu sou um sentimental/ Todos nós herdamos no sangue lusitano uma boa dose de lirismo (além da sífilis, é claro)/ Mesmo quando as minhas mãos estão ocupadas em torturar, esganar, trucidar/ Meu coração fecha os olhos e sinceramente chora”. En fin, todos tenemos nuestras dosis de lirismo y saudade sem fim.