Se lee en el antiguo libro bíblico del Deuteronomio: “Cuando saliste de Egipto, te salió al encuentro en el camino, y atacó entre los tuyos a todos los agotados en tu retaguardia cundo tu estabas fatigado y cansado… Por tanto, sucederá que cuando el Señor tu Dios te haya dado descanso de todos tus enemigos alrededor, en la tierra que te da en heredad para poseerla, borraras de debajo del cielo la memoria de Amalek; no lo olvides.” (Dt 25:17–19).
Finalizada la segunda Guerra Mundial, tres acontecimientos auspiciosos marcaron la esperanza de una era de paz para el mundo, de dignidad para las personas y la promoción de los derechos humanos: los Juicios de Nuremberg y de Tokio; la Declaración Universal de los Derechos del Hombre; y la Constitución de Alemania. Estos hechos transformaron radicalmente la estructura política, moral y jurídica universal.
El desarrollo del derecho internacional; la creación de instancia políticas y jurisdiccionales para la resolución de conflictos; y el juzgamiento de los crímenes más aberrantes, como el genocidio, la tortura, los crímenes de lesa humanidad y la desaparición forzada de personas, crearon un nuevo y vigoroso dinamismo.
La Guerra Fría se encargó de poner límites a los optimismos desmesurados, y posteriormente la globalización, con la ausencia de liderazgos ordenadores, conllevó un proceso de crisis y fractura del orden mundial. Hoy la Humanidad asiste, entre impávida y azorada a una “guerra mundial de a pedazos”, como lo denunciara el papa Francisco en 2014: Ucrania, a las puertas de Europa (o, mejor dicho, en la medianera de la OTAN) afectando el cuadro geoestratégico de manera definitiva; ahora se suma la guerra de Israel y Palestina, que echó por tierra el intento de consolidar una estabilidad imaginaria para Medio Oriente, diseñada en los Acuerdos de Abraham impulsados por Donald Trump.
El sangriento ataque del grupo terrorista Hamas a Israel el 7 de octubre, asesinando a más de 1.200 inocentes y secuestrando a 240 personas, provocó la represalia del Estado de Israel en una dimensión que comprende conductas reprobadas y sancionadas por el derecho internacional, en el marco de una acción política militar de características genocidas.
Ambos conflictos, Ucrania y Gaza, además de la repugnancia que exhiben, profundizan el estado de guerra general y la precariedad de la geopolítica, hunde más el esquema de justicia internacional; abroga el derecho internacional humanitario; e impulsa la cultura de la cancelación al impedir los análisis por censura o auto restricción, imponiendo miradas sesgadas que solamente tienden al ocultamiento pernicioso.
En las guerras del crimen organizado, en Taiwán, Ucrania o el Sahel, en el Cáucaso o en Gaza, todas encierran implicancias geoestratégicas globales, independientemente del drama humanitario que implican. La confusión de los pavorosos números e imágenes provocan la identificación inadecuada de Hamas con árabes y palestinos, o del Estado de Israel con el pueblo judío, y provoca reacciones injustas, y en no pocos casos, perversas. Es injusto con el pueblo palestino -a quien se le pretende privar de su existencia- y con el pueblo judío, el más perseguido de la historia.
Es repudiable la actitud terrorista de Hamas e inaceptable la respuesta de Israel en el marco de una guerra eterna que ya es una de las más largas de la historia, iniciada con la implementación del Estado de Israel en 1947. O aún antes, con la Matanza de Hebrón, en 1929.
Pero también este conflicto tiene características bíblicas en su historicidad, su dinámica y su esencia. Es lo que proclama Benjamín Netanyahu cuando justifica tanta muerte recurriendo a la Torá y al Tanaj: “Debemos recordar lo que Amalek ha hecho, dice nuestra santa Biblia, nosotros lo recordamos y estamos luchando”. “Ve ahora y ataca a Amalek. Y destruye todo lo que tuviere. Y no te apiades de él. Mata hombres y mujeres, niños, vacas y ovejas, camellos y asnos…” (Samuel 1, 15:1-3)”.
La apología del mandato bíblico de matar, el mandato divino del genocidio, formulada por el primer ministro y fuera de toda ética teológica, se convierte en inaceptable a la conciencia universal contemporánea. No son dichos aislados de un político acorralado y sectaria, sino la expresión de una estrategia de Estado. El 10 de octubre el vocero del ministerio de Defensa israelí anunció que se lanzarían sobre Gaza “toneladas de bombas”, y que “el énfasis estará puesto en la destrucción y no en la precisión”; el ministro de Defensa, Yoav Galant, al anunciar el sitio a la Franja de Gaza, especificó que “no habrá electricidad ni comida ni combustible. Animales humanos deben ser tratados como tales. Sólo habrá destrucción. Gaza no será lo que era antes: eliminaremos todo”. El 13 de octubre el presidente, Isaac Herzog, proclamó que “hay toda una nación que es responsable; es mentira la retórica que hay civiles no involucrados”. Las citas podrían ser tan innúmeras como inservibles.
La precariedad del sistema global, apuntalado en el achacoso Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, mostró todas sus limitaciones ya en la Guerra Fría y, de manera resonante, en uno de los legados más importantes de la segunda Guerra Mundial: la creación del Estado de Israel, que expresa una lucha tan ancestral como irresoluble. Ya desde los tiempos del mandato bíblico, el imaginario israelita obliga a eliminar al otro pueblo, y hoy todos los árabes y palestinos son Amalek. Este rol también le cabe a algunos judíos, como Itzhak Rabin, “el entreguista”, y a tantos otros que, especialmente en algunos kibutz fronterizos, están clamando que la matanza de niños palestinos no les traerá a los suyos de regreso.
Estamos en presencia de un conflicto que desborda y sobrepasa el momento histórico y se convierte en eterno, pero Amalek y Armagedón no pueden determinar el destino de la Humanidad.