En nuestro país, las ascuas y minusvalías en disminución o detrimento del valor de la condición jubilatoria ordinaria no sabe de grietas políticas ni ideológicas. Es tal la crueldad que vienen soportando indefensamente nuestros jubilados, como, por ejemplo, el flagrante incumplimiento de casi 100.000 juicios con sentencia firme, pero abstracta e írrita, a su favor; un imparable incremento en el valor de sus medicamentos básicos esenciales; de sus alimentos indispensables cuando no insustituibles; en el valor del transporte urbano, taxis o remises; a punto tal que, sólo imaginar la satisfacción diaria de una dieta alimentaria nutritiva apropiada luce hoy como toda una paquetería, despilfarro u obscenidad. Mientras tanto, ahí está el grueso de nuestros políticos, que en los últimos 40 años provocaron o acompañaron con eufemismos, chicanas, promesas y corrupción, semejante “agonía de clase” por omisión colectiva.
Recién no más, quienes venían a acabar con una casta política infame, en su primera media milla (ni siquiera en la última), atónita e insolidariamente intentaron un incremento de casi el 50% de sus millonarios haberes mensuales.
Cuando asistimos a este dislate jubilatorio, simultáneamente ungimos “prócer” a un famoso jubilado de privilegio que vivió, se protegió y murió al cobijo del recinto mayor de la supuesta Republica Argentina, ello no obstante su comprobado tráfico internacional de armas o la dinamitada voladura, impune, de toda una indefensa ciudad cordobesa, o la desaparición del sistema ferroviario argentino con el trabajo y el sentido de la vida para todos sus pueblos y ciudades circundantes: Carlo Saúl Menem.
Los haberes jubilatorios ordinarios son más que una profunda herida absurda, y despojo criminal, al criollo tejido humano, el cual pretenden aliviar o atemperar con afrentosas vendas y placebos de lastimosos e indignos “bonos, no remunerativos”. Inconmensurables cinismos que hemos naturalizado para tanta dignidad e hidalguía de los mayores que nos precedieron en la construcción y conservación de la Patria.
En general, pensionados y jubilados “de la mínima” no pueden movilizarse, no tienen accesibilidad inmediata a eficaces servicios judiciales, y crece en ellos su más que sensación de carga o estorbo familiar y social. La mayoría de ellos sobrevive en ascuas y vergüenza sus últimos días.
Canallada sin parangón cuando jubilados y pensionados “extraordinarios”, comparativa y relativamente en un extremo escandaloso, con relación a los arduos 30 o 40 años de trabajo efectivo del jubilado ordinario, éstos últimos apenas si llegan a percibir, aproximadamente, un 1% de los primeros. En efecto, entre los casi 15.000 millones que mensualmente percibe la última ex presidenta, y los casi 150.000 pesos de cualquier jubilado ordinario común, ello es tan así de irrefutable.
Tanta crueldad, vejaciones, sevicias, burlas, denigración, desanimo y descarte, que a la postre, tan amarga, es lo único seguro con lo que cuentan, intuyen o esperan nuestros jubilados y pensionados ordinarios. Hablamos de esos que trabajaron y aportaron verdaderamente, sin mezquindades ni corruptelas; los mismos que hoy pueden sentirse como “carga” familiar, social o amical.
La discriminación e indefensión jubilatoria son similares, en ciertos aspectos, a la ecológica. Todos sabemos de sus latencias y consecuencias, unas más o menos lentas y visibles que otras, pero invariablemente, todas crueldades humanas o desprecio del semejante.
Los jubilados quedaron inconstitucionalmente al margen de todo protagonismo en la cabal concepción, comprensión y ejercicio de “ciudadanía”, alejados cotidianamente en los hechos de una noble y tradicional institucionalidad más humana, como de una palpable e inmediata supremacía constitucional. Ello fue incrementando su desconfianza, recelo y rechazo de las mismas, al fin y al cabo, símbolos más que emblemáticos de lo que aludimos como cobarde e impune crueldad intergeneracional. Se desvanece así toda convivencia decorosa, pacifica, justa, democrática, constitucional y republicana, con hospitalidad y cercanía fraterna, tornándose insegura, inequitativa y amenazante, delatando no sólo la tremenda desigualdad de trato y de oportunidades, sino el apogeo y primacía de casta, que gestual y verbalmente se nos anticipó como terminable para siempre.
La vulnerabilidad de la ancianidad argentina no encuentra precedentes históricos, dados todos sus riesgos, carencias, vagabundeo e incertidumbres; cada día mas lejos de un digno ingreso jubilatorio de carácter estable y suficiente; tan permanente y actualizable que posibilite alejarse de situaciones de mayores vulnerabilidades. Pergeñar política publica previsional en este futuro inmediato exige una cobertura primariamente horizontal, en pro de ofrecer ingresos sosteniblemente seguros para adultos mayores; razonablemente elevados en relación individual a toda canasta básica para la tercera y cuarta edad, diluyendo de una buena vez las restricciones, privaciones e injustas limitaciones que se les presentan hoy.