Está fresco para chomba calada
¡Muy buenos días, lectores y lectoras amantes de la cocina! Una desalmada ola de frio polar azota nuestras pampas, valles y serranías: las tecnologías satelitales nos permiten disfrutar de fotografías de la Patagonia argentina cubierta íntegramente de hielo y nieve; vemos videos de gauchos -con el poncho, el caballo y el bigote blancos de nieve congelada- sacando desde pozos, debajo de la blanquísima capa, rebaños enteros de ovejas enterradas; el Ejército ha tenido que ir a rescatar puesteros aislados por las mayores heladas del siglo; y así, imágenes e imágenes, todas bajo cero.
Y no sólo en los lejanos extremos australes de la Patria: nuestra amiga Susana nos envía, desde la Estancia La Florida -a cinco leguas de Las Peñas, por el antiguo Camino Real, en el Norte cordobés- unos cortos cinematográficos distópicos grabados con el teléfono que, literalmente, “congelan”: tuvo que quebrar, a las 10:00 de la mañana de un día de este julio, el hielo de los bebederos de los animales con el hacha, y la laguna y el tanque australiano, a la vera del casco de la estancia, son dos pistas de patinaje: ¡Las Peñas, escenario de Disney On Ice!
Más allá de lo anecdótico y de las imágenes que quedarán para el recuerdo (“la helada del 2024” ya se incorporó a los álbumes históricos), ojalá este friazononón nos ayude también a generar conciencia sobre la brutalidad del cambio climático, al que no logramos ponerle freno porque algunos, todavía hoy y a pesar de los embates con que la Tierra nos muestra a cada paso la imposibilidad de seguir por este camino de destrucción y consumo desenfrenado de recursos, se empeñan en negar. El frío extremo y su contracara, los tórridos veranos -cada vez más excesivos e insoportables, tanto en el hemisferio Norte ahora como entre nosotros hace apenas unos meses- son dos caras de la misma moneda de deforestación, consumismo desbocado, contaminación y expolio de recursos, sobrepasando las líneas y los períodos de recuperación natural que el ambiente necesita para regenerarse. Si hasta el papa Francisco, dando un giro dramático a la teología y al magisterio pontificio, se ha centrado en llamar con urgencia a la incorporación del tema ambiente y sostenibilidad en las agendas políticas, sociales, y también en las religiosas, firmando una encíclica tan contundente y revolucionaria como la “Laudato si”, sobre el cuidado de la Casa Común, que comienza con aquel canto de san Francisco de Asís, “Alabado seas mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra…”, para advertir, inmediatamente después: “Esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes… Olvidamos que nosotros mismos somos tierra… Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del paneta, su aire el que nos da el aliente y su agua nos vivifica y restaura…” Nunca antes un dirigente con la influencia y el poder simbólico del sumo pontífice había llegado a una denuncia tan clara y contundente.
Y aun así, no alcanza… Mientras escribo esto, leo en la portada de este diario nuestro que más de 100 bomberos combaten un extendido fuego en el Cerro Champaquí, que afecta ya a unas 400 hectáreas, comenzando de esta manera luctuosa la temporada de incendios en Córdoba, alentada por la sequía y esas condiciones que comentábamos. Y, unas páginas más adelante del mismo diario, la alarma de la organización ambientalista Greenpeace por el aumento de los desmontes en el Norte argentino: las mismas tecnologías satelitales que nos permiten ver la Patagonia helada desde las alturas, también revelan que durante el primer semestre de este año se van deforestando unas 60.000 hectáreas, un 15% más que el mismo período de 2023, que ya era un exceso histórico. No hay caso, por más que clame el papa, que tengamos todas las evidencias científicas, que nos asemos en enero y nos congelemos en julio, no entra la lección, ni con sangre. No aprendemos.
Ojalá esta inercia logre cortarse en algún momento, cuando todavía haya alguna posibilidad de revertir un curso de colisión.
Combatir desde las cocinas
Al mismo tiempo que denunciamos y escribimos las causas de ese descalabro climático, como somos propositivos y optimistas (Sagitario, en definitiva, nos condiciona con su trote por el firmamento) también traemos aquí algunas estrategias paliativas: las que pueden armarse desde la humildad y la grandeza de nuestros fogones domiciliarios. Si el frío aprieta, ¡lo combatamos a fuerza de guisos!
Mi abuela, con quien compartíamos nuestra predilección por los veranos -cálidos, suaves, mediterráneos- solía decir que, si algo justificaba el invierno, era la posibilidad de “guisar pesado”. Esas buenas comidas de olla, con calorías, hidratos de carbono, proteínas y grasas, los nutrientes principales que, desde los fogones, ayudan a combatir los embates de las bajas temperaturas. A nivel telúrico, es la temporada de nuestros locros -que hacemos coincidir con las fechas patrias invernales de mayo, junio y julio; algunos inclusive los hacen llegar hasta el 17 agosto-, y trasplantadas desde las tierras de emigración de algunos de nuestros ancestros, las comidas de sus inviernos: las fabadas asturianas; el goulash con spatzle austríaco y alemán (¡y el chucrut!); los minestrones altoitalianos; el bigos polaco; las lentejas con chorizo -que tan bien hemos adaptado a nuestros platos de frío-; el cassoulet y las sopas bullabesas francesas de pescado; la escudella i carn d´olla catalana; el borsch ruso con crema de leche; los estofados de cordero; los cocidos, “platos de cuchara” y potajes de toda índole. La lista es de una extensión considerable.
En esa extensa, compleja y apetitosa lista, en mis cocinas siempre han tenido una prelación las de las cartas ibéricas, por razones obvias: nuevamente mi abuela, doña Josefa, y las improntas magisteriales de sus cucharones de madera. Así que, llegando los primeros vientos del sur, comenzábamos en casa a preparar los menús y a acumular los ingredientes: chacinados, legumbres secas, manitas de cerdo, chicharrones y demás productos de “casquería”.
Los cascos de tu caballo
La “casquería” es un término españolísimo, que designa a los entresijos y menudencias de los animales de consumo; o sea, nuestras tradicionales achuras; pero doña Josefa arrugaba la nariz cuando le proponía reemplazar aquel nombre madrileño y exógeno por nuestra patriótica “achura”, tan argentina como que está en el acta de nacimiento de su literatura: las achuras son prácticamente personajes protagonistas de “El matadero”, el cuento fundacional de Esteban Echeverría, escrito allá por 1838 (aunque publicado un par de décadas después de la muerte de su autor, cuando las purgas de unitarios, ordenadas por el Restaurador, don Juan Manuel de Rosas, ya habían comenzado a cicatrizar).
En todo caso, casquerías madrileñas o achuras argentinas, las brozas y el triperío siempre han sido ingredientes de la cocina de pobres. ¡Y tan ricas! La que nos convoca en este día de frío es una de las más exquisitas: el mondongo. O, para doña Josefa, los callos.
Toallitas de panza limpia
Antes era más difícil, porque el mondongo que se obtenía de las carnicerías había que limpiarlo mucho (había fórmulas complejas, con vinagres, inclusive con cal) y hervirlo varias veces y durante varias horas, para dejarlo en condiciones higiénicas y disponibles como insumo alimentario. Hoy aquellas restricciones se han superado, y la piel de vientre vacuno ya viene convenientemente expurgada de impurezas y resabios, e inclusive con un ablande preliminar; y como, además, es una broza que se comercializa congelada en las cadenas de carnicerías, el golpe de freezer contribuye a la palatabilidad de esta carne, a un tiempo tradicional y un tanto exótica en los platos cotidianos.
En todo caso, si no se obtienen piezas así de claras y listas, debe tenerse en cuenta que hay que proceder a una limpieza profunda para eliminar hasta el último rastro de impurezas, y también los excesos de grasa que puede haber en los pliegues del corte. Entonces, una vez disponible, nos lanzamos a confeccionar un guiso sustancioso y exquisito, que va a requerir varias horas y paciencia. En mi casa siempre se acostumbró a hacerlo de un día para otro, para permitir que los muchos y complejos sabores que lo componen se integren al reposar durante algunas horas, al tiempo que la estabilidad de una noche -una noche de invierno, además- permite, al día siguiente, antes de ponerlo a punto para servir, retirar con una espumadera el exceso de grasa, que se habrá solidificado en la superficie del cocido. Entonces, allá vamos.
Los gitanillos seremos todos
En Madrid se arrogan la autoría y la exclusividad de los callos, pero, como decíamos arriba, es un guiso común a las cocinas humildes, y pobres ha habido siempre y en todas partes, así que, por más que el nombre vaya asociado a la cocina de la capital española, no hay “denominación de origen controlada” que valga: hay callos a la manera de Bilbao (rojísimos, por la inclusión de pimiento choricero); callos a la gallega (con una dosis generosa de garbanzos agregados); callos a la asturiana (con chorizos ahumados, que le dan esos inconfundibles aroma y sabor a cocina rural de montaña); y hasta callos a la andaluza (con pimientos verdes y guindillas). Los madrileños, en todo caso, prescinden de estos agregados y se atienen a la receta que denominan “clásica”, que es la que vamos a recordar aquí.
Para un almuerzo (recomiendo comerlos al mediodía, es un plato quizás demasiado pesado para las noches) de unos seis o siete comensales, nos proveeremos de un kilo de mondongo, limpio y listo; un chorizo colorado (o “español”, con bastante pimentón, en casa usamos siempre unos bastante secos, ya curados); un chorizo fresco de cerdo; una morcilla de cebolla (sin pasas ni nueces); una manito de cerdo, cortada en trozos de unos tres centímetros; un trozo generoso de panceta salada (250 gramos); un trozo de oreja o carriles (“morro”) de cerdo; varias hojas de laurel; vinagre blanco; dos cebollas; una zanahoria; cinco dientes de ajo; una taza de salsa de tomate; y especias (sal, pimienta, pimentón ahumado, ají molido, perejil y orégano deshidratados). Se corta el mondongo en tiras, y estas en cuadraditos de unos dos centímetros de lado (para un bocado, los callos no se cortan en el plato una vez servidos). Tras una nueva lavada, van a un primer hervor, con unas hojas de laurel, un puñado de sal y un buen chorro de vinagre de alcohol. Luego se los enjuaga (y a la olla, si se van a cocinar los callos en el mismo cacharro, porque quedará engrasado).
Aquí comienza la confección del guiso en sí: ponemos los trocitos de mondongo en un agua nueva, fría, y le agregamos las carnes: los trozos de manita de cerdo, los carrillos y la oreja (en trozos, sin cortar), la panceta (también en un solo trozo); una cebolla y la zanahoria (enteras) y los ajos; se sala y se condimenta, y una vez que rompa a hervir se baja el fuego y se deja cociendo unas cuatro horas.
Se retira, se aparta un poco de líquido (que será denso y espeso, cargado de gelatina de las manitas de cerdo), se añaden los chorizos y la morcilla. Se hierve una hora más, y se deja reposar, en lo posible hasta el día siguiente. Entonces, con el caldo reposado y a temperatura ambiente, se quita parte de la grasa, que habrá solidificado en la superficie, y también la verdura, que estará sobrecocida.
Finalmente, se hace un sofrito de cebolla muy picada y ajos, con pimienta, ají y pimentón ahumado; se le agrega la taza de salsa de tomate, y la cebolla y la zanahoria que se habrán retirado del caldo, pisadas como puré. Incorporamos el sofrito al guiso, y se termina de cocinar en unos veinte minutos, hasta que la cremosidad de los callos diga que están listos para llevar la olla (así, humeante y aromática) a la mesa. Se sirve con unas generosas rebanadas de pan de cáscara crujiente. ¡Y adiós invierno!