Entre el acontecer de una época que nos enfrenta a desafíos inusitados, de desbordes, de falta de grandes relatos, la salud mental se ofrece como un término que se usa a diario, a veces de manera atinada y otras veces forzosamente, para intentar, en muchas ocasiones, absolutizar las explicaciones a acontecimientos que suceden en la vida diaria. Se habla de salud mental como un fin en sí mismo que pareciera venir a cubrir huecos y vacíos de sentido. Un leitmotiv de estos tiempos.
Como un primer vistazo se podría pensar que es un buen augurio que el acceso a la salud mental se discuta en mesas de debate, en las instituciones gubernamentales y privadas, en congresos, etc. Pero a la vez resulta paradójico este asunto porque la realidad nos enfrenta a un transitar cada vez más complejo y difícil. Las calles revelan una situación alarmante: cada vez son más los sectores que se encuentran bajo la línea de la pobreza y ven disminuir ante sus ojos su calidad de vida; no pueden acceder a derechos básicos como un trabajo y una vivienda, no logran llegar a la canasta básica, provocando que la brecha se ensanche y, por ende, la violencia aumente.
Somos participes de un momento histórico en el que se advierte un arrasamiento de la subjetividad y el ocaso de un proyecto de vida, ya que si no hay derechos mínimos garantizados para todos y la caída de los salarios es cada vez más palpable, el sentido se desvanece debido a las políticas deshumanizantes y calculadas solo en números frío. La imposibilidad se presenta como un paredón de hielo. Entonces, ¿a qué nos referimos precisamente cuando hablamos de salud mental? ¿Se puede decir, fehacientemente, que se cumple esta premisa teniendo en cuenta la minusvalía y el decaimiento de los demás factores que hacen al armado de una sociedad?
Según la Ley Nacional de Salud Mental 26.657, sancionada en 2010, se la reconoce como un proceso determinado por componentes históricos, socioeconómicos, culturales, biológicos y psicológicos, cuya preservación y mejoramiento implica una dinámica de construcción social vinculada a la concreción de los derechos humanos y sociales de toda persona.
Si nos permitimos analizar la definición, sobre todo la última parte, el acceso a la salud mental, al menos en los tiempos que corren, está limitada. Y es aquí donde hay que dar pelea, porque la salud mental adquiere una relevancia mayúscula siempre y cuando los derechos humanos y sociales sean respetados, y para ello hay que pensarla desde un sentido colectivo, de comunidad, de lazo social. No podemos pensar a la salud mental sólo desde el enfoque clínico, individual, que aunque es sumamente necesario, no alcanza si se deja de lado la relevancia de otros espacios y otros agentes que entran en juego, que brindan apoyo y sostén, que producen sentido y colaboran en el armado de una trama en red. De lo contrario estaremos avalando, mal que nos pese, un uso del término que va en consonancia con la temporalidad. Esto es la idea de una salud mental para unos pocos que se ejerce de manera individual y que lleva consigo la etiqueta del “sálvese quien pueda”.
Más allá de los espacios terapéuticos y de los distintos tipos de abordajes teóricos-prácticos-que son muchos- hay una condición que no puede ser dejada de lado, y es la idea de que los espacios, en conjunto con otras cuestiones que están ligadas al mismo proceso, deben anidarse, actuar de anclaje, de punto de referencia. El psicoanalista argentino Edgardo Rolla habla de estar atentos a los puntos de urgencia en su modelo de entrevista psicológica, y no es fuera de contexto si lo utilizamos en este pasaje para concluir el texto. Porque a partir de reconocer los puntos de urgencia en los que nos encontramos, podremos de allí en más pensar ya no solo los distintos modelos teóricos-prácticos, sino también un modelo y un proyecto de país que tenga en cuenta la salud mental, pero sin dejar de lado el contexto en el que ésta es producida.