La decisión de Estados Unidos y China de reducir drásticamente los aranceles mutuos —luego de meses de escalada comercial tras las medidas de Donald Trump— es, más que un gesto de reconciliación, una muestra de que el mundo continúa atrapado en la lógica de la interdependencia forzada. Aunque presentada como un “reset” en la relación bilateral, la medida tiene más de pausa táctica que de verdadero giro estratégico. La tregua de 90 días firmada el pasado lunes en Ginebra revela tanto las presiones internas en Washington como la creciente capacidad de Beijing para resistir las embestidas del unilateralismo trumpista.
Desde su regreso a la Casa Blanca en enero de 2025, Trump ha reactivado muchos de los conflictos que marcaron su primer mandato, más rápido y más radicalizado. Sin embargo, esta vez los márgenes de maniobra son más estrechos. La imposición de aranceles de hasta el 145% sobre productos chinos —respondidos con tarifas del 125% por parte de China— generó una oleada de consecuencias que rápidamente se hicieron sentir en la economía norteamericana. La presión inflacionaria, el descontento industrial y los temores en los mercados fueron elementos clave para que la administración republicana recalculara su estrategia.
La reducción actual —30% sobre productos chinos en EE.UU. y 10% sobre bienes estadounidenses en China— implica una marcha atrás respecto a las tarifas impuestas desde abril. Aun así, productos estratégicos como vehículos eléctricos, acero y aluminio seguirán bajo aranceles más elevados, lo que muestra que el alivio es parcial. Lo esencial aquí es entender que esta distensión no implica una rendición de ninguna de las partes, sino una reafirmación del equilibrio precario sobre el que se asienta la economía global.
La narrativa oficial desde Washington apuntaba a vincular el endurecimiento comercial con la crisis del fentanilo, al acusar a China de facilitar los componentes base de esta sustancia. Sin embargo, queda claro que esta fue más una excusa simbólica que una causa real. El verdadero motor de la guerra comercial sigue siendo la puja por la hegemonía tecnológica, industrial y financiera. Estados Unidos no puede aislarse del mundo sin sufrir severas consecuencias, y China, aunque con debilidades propias, ha demostrado una capacidad notable para resistir embates externos sin modificar sustancialmente su modelo.
En este marco, la elección de Ginebra como sede del encuentro también tiene un valor simbólico. Se trata de un espacio históricamente vinculado al multilateralismo comercial, hoy debilitado pero no completamente desplazado. Que las dos principales potencias mundiales se sienten a negociar allí puede leerse como un intento —mínimo, pero real— de reconstruir cierto orden basado en reglas, aunque sea bajo la lógica del poder.
Desde el lado chino, la designación de He Lifeng como principal negociador muestra la seriedad con la que Beijing encara la cuestión. En Estados Unidos, la conducción está en manos del secretario del Tesoro, Scott Bessent, y el representante comercial Jamieson Greer. Que las negociaciones estén a cargo de funcionarios de primera línea refleja que, aunque parcial, esta tregua tiene implicancias profundas.
Los mercados reaccionaron con entusiasmo al anuncio: el S&P 500 subió más de 180 puntos, el Dow Jones superó los 1.100, y el dólar se fortaleció frente a otras monedas clave. Sin embargo, sería ingenuo pensar que esto implica una solución a largo plazo. El conflicto estructural sigue intacto. EE.UU. mantiene un déficit comercial con China de casi 300 mil millones de dólares, mientras que Beijing necesita del acceso al mercado estadounidense para sostener su aparato exportador y el empleo asociado.
En términos geopolíticos, la disputa comercial no es un hecho aislado, sino parte de una rivalidad sistémica más amplia. La guerra tecnológica, el conflicto en torno al Mar de China Meridional, la competencia por la influencia en África y América Latina, y la tensión sobre Taiwán componen un entramado más complejo del que la cuestión arancelaria es apenas un síntoma. Desde la aprobación en 2018 de la ley de control sobre exportaciones de uso dual en EE.UU., Washington viene avanzando en una política de contención tecnológica hacia China. Prohibiciones a exportaciones clave, controles sobre semiconductores y restricciones a empresas como Huawei o TikTok son ejemplos de esta estrategia de “desacople”.
No se trata, entonces, de una disputa tradicional por balanza comercial, sino de un pulso por definir quién establecerá las normas del siglo XXI. La interdependencia global que caracterizó a la globalización en las últimas décadas no ha desaparecido, pero hoy opera bajo nuevas condiciones: las cadenas de suministro son más frágiles, los nacionalismos económicos resurgen, y los liderazgos políticos, tanto en Washington como en Beijing, están presionados por dinámicas internas complejas.
En este contexto, la tregua comercial los últimos días no debería interpretarse como un final, sino como un compás de espera. Probablemente, nos encontremos ante una mera pausa táctica, y no una redefinición del juego. Las próximas semanas serán clave para evaluar si esta tregua abre una puerta al diálogo más sostenido o si, por el contrario, solo posterga un nuevo episodio del enfrentamiento.
Lo que queda claro es que, en un mundo cada vez más multipolar, ni siquiera las dos economías más poderosas pueden darse el lujo de imponer su voluntad sin sufrir costos. En el ajedrez global, los movimientos tácticos pueden salvar una partida, pero no cambian las reglas del juego.