En menos de una semana, América Latina vio caer dos fichas pesadas del ajedrez político regional. Álvaro Uribe, expresidente de Colombia y arquitecto del uribismo, fue condenado a 12 años de prisión domiciliaria por soborno y fraude procesal. Jair Bolsonaro, expresidente de Brasil, fue arrestado también con prisión domiciliaria por violar medidas cautelares en el marco de la causa por intento de golpe de Estado tras su derrota electoral en 2022. Lo que hasta hace poco parecía imposible se convirtióen una imagen repetida: expresidentes que alguna vez encarnaron proyectos de poder que se pensaban duraderos, hoy enfrentan la justicia en sus países.
Ambos casos son paradigmáticos, pero no únicos. Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, Pedro Castillo en Perú, Rafael Correa en Ecuador, y hasta Sebastián Piñera durante el estallido chileno —aunque sin consecuencias judiciales— son parte de una tendencia que ya no sorprende: el lawfare dejó de ser solamente una denuncia de sectores progresistas y se transformó también en una palabra utilizada por la ultraderecha, con lógicas propias en cada país. La justicia ha pasado a ocupar un rol central en el desenlace de disputas políticas.
En Colombia, Uribe fue más que un presidente: fue el garante del orden para una parte importante del país. Encarnó la mano dura contra las FARC, promovióla militarización del territorio y cimentó su poder político sobre una retórica de enemigo interno. Su figura atravesó partidos, impuso candidatos —como el propio Juan Manuel Santos, a quien luego tachó de traidor por firmar la paz— y moldeó el sentido común de una parte de la opinión pública colombiana.
Hoy, el expresidente colombiano es el primer expresidente en la historia del país en ser condenado. La pena: 12 años de arresto domiciliario por sobornar testigos e intentar entorpecer causas judiciales en su contra. No se trata de una condena menor. No solo porque toca a una figura clave del poder colombiano, sino porque sienta un precedente en un país cuya élite política parecía intocable. El uribismo, como movimiento, queda herido. Y la derecha colombiana, acostumbrada a disciplinar a los demás, ahora debe lidiar con sus propias fracturas internas.
Bolsonaro es, en muchos sentidos, el reverso tropical y militarizado de Donald Trump. Pero a diferencia del magnate estadounidense, el expresidente brasileño fue detenido. La Corte Suprema de Brasil ordenó su prisión domiciliaria por incumplir medidas judiciales en el marco de la causa que investiga su intento de permanecer en el poder tras perder las elecciones frente a Lula da Silva. Las acusaciones incluyen tentativa de golpe de Estado, obstrucción de la justicia y hasta conspiración para asesinar a Lula y a un juez del Supremo Tribunal Federal.
Bolsonaro había vaticinado su destino con la crudeza de quien sabe lo que está en juego: “Mi futuro es victoria, prisión o muerte”. Por ahora, fue la segunda opción. La escena es potente: el hombre que se presentaba a si mismo como el salvador de la patria, nostálgico de las dictaduras y defensor del orden a cualquier precio, hoy se encuentra recluido en su casa, inhabilitado para ejercer cargos públicos hasta 2030.
El bolsonarismo, sin embargo, aún respira. Su núcleo duro permanece activo, articulado alrededor de las redes sociales, iglesias evangélicas y grupos de poder económico. Pero el cerco judicial se estrecha, y el margen de maniobra es cada vez más limitado. En este caso, la justicia brasileña actuó con mayor rapidez y contundencia que en otros países de la región.
En ambos casos, los expresidentes y sus defensores esgrimen el mismo argumento: persecución política. Uribe señala al actual mandatario colombiano, Gustavo Petro, como el responsable de una “vendetta” judicial. Bolsonaro se victimiza, asegura ser blanco de una “caza de brujas” y encuentra eco en Trump, quien ya amenazócon aún más represalias económicas si la justicia brasileña no retrocede. Lo cierto es que las amenazas de Trump, lo único que han logrado hasta ahora, es levantar la imagen de Lula y una mayor presencia china en el sector comercial del país.
Durante años, Uribe y Bolsonaro fueron intocables. Se vendieron como adalides del orden, pero construyeron poder a través de la ilegalidad, el clientelismo y la represión. Gobernaron sembrando miedo: al «terrorismo», al «comunismo», a los movimientos sociales, a las minorías. Persiguieron a sus enemigos, militarizaron la política, y usaron el aparato estatal para blindarse. Hoy, enfrentan el espejo de sus propios métodos: una justicia que, aunque tardía, finalmente les cobra cuentas.
Uribe fue el gran titiritero de la política colombiana durante dos décadas. Fue cómplice —cuando no actor principal— del drama de los falsos positivos y de la connivencia con el paramilitarismo. Su caída no solo es simbólica: es también un mensaje para quienes todavía creen que en nombre de la “seguridad” se puede justificar todo.
Bolsonaro, por su parte, fue la versión tropicalizada del autoritarismo del siglo XXI: evangélico, armamentista, machista y profundamente antidemocrático. Su intento de golpe tras perder las elecciones no fue una excentricidad: fue la culminación lógica de un proyecto político que desprecia las reglas del juego.
Ambos fueron más que líderes de derecha: fueron estandartes de una reacción conservadora que convirtió el odio en identidad y la mentira en estrategia de poder. Que hoy estén bajo arresto no es garantía de justicia plena. Pero al menos es un comienzo. Porque si quienes destruyen la democracia nunca rinden cuentas, entonces lo que está en crisis no es solo el sistema judicial, sino la idea misma de república.