Tengo, como muchos de nosotros/as, la muy extraña y palpable sensación de que el mundo se hubiese detenido súbitamente y no sucediese nada, excepto esta historia diaria de movernos por espacios acotados en razón de un virus que ha balizado nuestras vidas. Suelo viajar por casi todos los noticieros argentinos, con un zapping rápido por Telesur, la TVE, Globovision, algún que otro telediario chileno o colombiano, algo de la BBC y la RAI, y no encuentro información que no gire alrededor del Covid-19 en sus aspectos sanitarios y económicos, es decir una pandemia que es a la vez infodemia por puro exceso de información (cierta, y de la otra).
Podría haber ido a Italia, más precisamente a Roma, me digo. O a los Estados Unidos, más precisamente a Boston, se me ocurre casi como en un delirio pasajero. Pues resulta que mi viaje real no va tanto de un noticiero al otro, o de la cama al living como proponía Charly, sino de mi escritorio al patio -más precisamente a un sillón abajo de un nogal-, donde me siento a borronear algunas ideas en este año de aniversarios frustrados. En algún momento, a principios de 2020, apunté que este sería el año en que se festejarían los cumpleaños 100 de Federico Fellini (Roma) y de Isaac Asimov (Boston). Hablar de ellos es hacerle un homenaje a mi propia generación (también a una anterior, y a todas las que vendrían después), ya que nosotros/as aprendimos a ver el mundo a través del cine italiano, de la ciencia ficción y de las canciones de Los Beatles (también de cuya separación este año se cumplen 50 años). Entre otras cosas, claro, ya que las ideas de revolución y utopía no nos eran para nada ajenas.
El 20 de enero el genial director hubiera cumplido 100 años y toda Italia se preparó para festejarlo. Italia y el mundo del cine en el planeta entero. También Italia se preparaba para festejar a Leonardo; un artista más genial que el mismísimo Fellini, si se pudiera compararlos y hubieran compartido época. Pintor, escultor, anatomista, músico, poeta, inventor, y claro, el autor de La última cena” (que por estos días circula por las redes, pero sin sus comensales). Leonardo no imaginó esta cena como un lugar de reunión imposible para Jesús y sus discípulos, así como Fellini jamás hubiera imaginado que Roma dejaría de ser la citta’ aperta” de su maestro Rossellini, para convertirse en una ciudad cerrada, sin turistas boquiabiertos todo el tiempo, sin calles de tránsito imposible, sin gatos ni motonetas, sin museos ni restaurantes abiertos, sin largas filas para entrar al Coliseo, y sin lugares secretos. No vale la pena contar y recontar contagiados y muertos tanto allí como en el resto del mundo.
Porque de golpe escucho, aquí en este patio, E arrivato Zampano’”, y en vez de pensar en el personaje de La Strada” interpretado por Anthony Quinn, veo un bicho verde agrandado millones de veces en un microscopio. Zampano’ es el fortachón del circo, enamorado a su modo tosco de Gelsomina (Giulietta Masina), la muchachita de enormes ojos asombrados que mira, como sin verla, a la Italia destruida de la posguerra. Cada vez que el circo llega a algún pueblo, el impiadoso Zampano’ pronuncia esta frase convocante y se aboca a mostrar su fuerza para destruir cadenas, mientras Gelsomina lo aplaude. Son parejas inolvidables, como el loco y el cuerdo, el gordo y el flaco, en este caso el forzudo y la debilucha que muestran territorios culturales absolutamente históricos donde la pandemia de posguerra eran el hambre, el desamparo y la miseria. Y el cine debía mostrarlo y denunciarlo para que algo cambiara.
Izaak Yúdovich Ozímov hubiera cumplido sus 100 el 2 de enero. Era un científico ruso radicado en EE.UU., escritor y profesor de bioquímica en Boston, conocido como Asimov por sus obras de ciencia ficción, historia y divulgación científica. Amaba el cine, pero su metier no eran los filmes sino la inteligencia artificial, los robots, los viajes estelares y la lucha por el poder, aunque fuera intergaláctico. Uno de sus relatos más conocidos es Yo, robot” (filmado en 2004 y dirigido por Alex Proyas), basado en las leyes de la robótica que él inventó. Sus historias desarrollan diferentes situaciones en las que esas leyes plantean paradojas y contradicciones intelectuales a ser resueltas por los seres humanos que han creado los robots. Por ello, el relato (y el filme) se pregunta sobre la situación del hombre en el universo tecnológico, aún cuando hablar de inteligencia artificial” o de cyborgs desata entusiasmos y conflictos morales y religiosos. En tiempos de pandemia hiperconectada, Asimov se ilumina en la discusión entre las bondades de los sistemas tecnológicos y el fantasma de la destrucción del mundo o, al menos, de la proliferación de los sistemas de control.
Está claro que muchos de nosotros/as, de viaje por el patio o el balcón, nos preguntamos si estamos viviendo en un relato de ciencia ficción o en una novela hiperrealista. El número de muertos, de fosas colectivas, de expansión de la pandemia, de hambre y despedidos, de agudización de las exclusiones y las fobias, de gente varada, de especulaciones financieras, habilita la reflexión acerca de si nos hemos vuelto nuestros propios enemigos, si hemos boicoteado nuestra propia condición, como El hombre bicentenario”, un robot que lucha para hacerse aceptar como humano.
¿Cómo volver a aceptarnos como humanos? O para decirlo con la expresión metafórica del poeta Oscar Hahn, ¿Y qué haremos con tanta ceniza?” Pues haremos, respondo provisoriamente en este patio, a 46 pasos exactamente de mi escritorio y a años luz de cualquier viaje que se le ocurra a mi imaginación, haremos, digo, de la ceniza una fuente de barro. Y en el barro habremos de plantar una semilla.