La historia de las relaciones con los Estados Unidos, vista desde Argentina, no puede entenderse sólo como una secuencia de acercamientos y tensiones entre Estados, sino también como una sucesión de usos internos del vínculo bilateral. Más que una política exterior sostenida, el país -su dirigencia- practicó una política doméstica con proyección internacional: cada gobierno la interpretó según sus necesidades locales.
Desde los tiempos de la Organización Nacional, extendido a las primeras décadas del siglo XX, Argentina se mostró reticente a modificar su dependencia histórica del Reino Unido. Los gobiernos argentinos se mantuvieron alertas frente al ascenso de la potencia estadounidense. El modelo agroexportador, sostenido en el mercado británico, alimentó un aislacionismo que excluyó cualquier intento de redefinir el lugar del país en el nuevo orden global.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la neutralidad de los gobiernos de Ortiz y Castillo, que se mantendrá en el gobierno militar iniciado en 1943, respondió tanto a convicciones diplomáticas como al cálculo de una elite que temía la presión de Estados Unidos. Aun después de Pearl Harbor, la Argentina resistió las exigencias de alineamiento. La declaración de guerra al Eje, en 1945, fue tardía y funcional al interés doméstico de reincorporarse al bloque occidental y acceder a las Naciones Unidas.
En las presidenciales de 1946, el coronel Perón convertiría la hostilidad del embajador Spruille Braden en combustible político interno. La consigna “Braden o Perón” condensó la capacidad del líder para usar la injerencia extranjera como argumento. Ya en el poder, su relación con Washington fue ambivalente. A pesar del discurso antiimperialista, Perón adhirió al TIAR, buscó inversiones norteamericanas y firmó convenios petroleros con la Standard Oil. Su derrocamiento en 1955 ocurrió en un momento de entendimiento con los Estados Unidos, prueba de que el pragmatismo externo no siempre compensaba los conflictos internos.
Durante su exilio, Perón mantuvo la retórica nacionalista necesaria para la resistencia, pero eligió radicarse en la España de Franco, cercana entonces a Washington por su anticomunismo. Los gobiernos militares de Aramburu y Onganía, o el desarrollismo de Frondizi, buscaron el respaldo norteamericano como garantía de estabilidad. En cambio, Illia y Lanusse apelaron a la distancia diplomática para afirmar autonomía.
El regreso del peronismo en 1973 reprodujo esa lógica. Cámpora se acercó a Cuba, aunque Perón intentó recomponer vínculos con Estados Unidos. Su muerte interrumpió cualquier intento de equilibrio. Durante la dictadura, la política exterior alternó pendularmente entre la cercanía inicial con Washington y el aislamiento posterior derivado de las violaciones a los derechos humanos y la Guerra de Malvinas.
En democracia
Raúl Alfonsín intentó una inserción autónoma con escalas regionales y europeas, pero la crisis económica lo sometió a la dependencia de los organismos multilaterales. Carlos Menem, inauguró un alineamiento más explícito. Las “relaciones carnales” con Washington, tras la caída del Muro de Berlín, procuraron estabilidad política y legitimidad ante el mercado financiero. La salida del Movimiento de No Alineados, el envío de tropas al Golfo y el estatus de aliado extra-OTAN respondieron más a las necesidades del ajuste y las privatizaciones que a una estrategia de largo plazo.
Fernando De la Rúa no pudo sostener ese eje. Los organismos multilaterales de crédito le dijeron “no hay plata” y sobrevino la debacle que culminó en la crisis de 2001. Eduardo Duhalde y luego Néstor Kirchner reinterpretaron la relación con Estados Unidos desde la retórica de la soberanía regional. En Mar del Plata, el “ALCA al carajo” de Hugo Chávez selló un momento de afirmación política hacia adentro, en un contexto de recuperación económica. Kirchner saldó deudas con el FMI, como también lo hizo Brasil. Cristina Fernández prolongó esa distancia, acentuada tras el Memorando con Irán, que deterioró la relación con la administración Obama.
Con Mauricio Macri, la búsqueda de confianza internacional y el regreso a los mercados externos se tradujeron en un alineamiento selectivo con Donald Trump volviendo la dependencia financiera extrema.
El gobierno de Alberto Fernández proclamó autonomía, pero encorsetado por el financiamiento del FMI. Al asumir el ministerio de Economía, Sergio Massa recompuso vínculos con Joe Biden y obtuvo créditos del BID y del Banco Mundial.
Javier Milei predicó exitosamente contra la “casta política” en 2023 y su crítica a los gobiernos anteriores se complementó con un acercamiento al entonces candidato Donald Trump. Los elogios de éste al (finalmente) presidente argentino, recrearon una vieja regla política interna: el apoyo externo como confirmación del discurso doméstico.
Pero en un orden multipolar, con China, India, la Unión Europea o Rusia disputando espacios de poder, un alineamiento absoluto con Estados Unidos parece inviable. China es un destino comercial clave para las exportaciones agroindustriales y mineras argentinas, y fuente de financiamiento en infraestructura y energía (también en otros países americanos). Su distancia de los principales conflictos bélicos, a diferencia de la implicación directa de Washington en Ucrania, Medio Oriente o el mar Rojo, la vuelve un actor más predecible para nuestra región.
La política argentina enfrenta un problema: cómo sostenerse en Washington sin renunciar al entendimiento con China ni deteriorar aún más, los lazos con Brasil o Europa.
El problema de fondo es el mismo: la tendencia a convertir la relación con Estados Unidos en un recurso de legitimación interna. Desde Braden hasta Scott Bessent, desde el antinorteamericanismo de campaña hasta la búsqueda desesperada de un préstamo en campaña electoral, la política exterior argentina funciona como termómetro de sus vaivenes domésticos.
No se trata de elegir entre Washington y Pekín, sino de asumir que el poder mundial ya no es unipolar y que la inserción argentina exige inteligencia antes que sometimientos.
Como en 1945 o en 1989, el desafío no es resistir a Estados Unidos ni allanarse a sus designios, sino entender cómo vincularnos al mundo para fortalecer el país. La relación bilateral seguirá siendo decisiva, pero su suerte dependerá de que la política exterior deje, como en la mayoría de los países con proyectos serios, de reflejar solamente humores internos.