¿Por qué alguien lo abandona todo de un día para el otro? ¿Qué motivos pudieron haberlo llevado a tomar un barco hacia el fin del mundo para romper así con toda la vida pasada, que no estaba desprovista de placeres, riqueza y una gloria temprana? ¿Por qué un hombre de repente abjura de su forma de vida para precipitarse en lo incierto, en una precariedad lejana y en lo desconocido?
Domenico Zipoli había nacido en un suburbio de Prato, pequeña ciudad toscana tan alejada del mar Adriático como del Tirreno, en 1688. Provenía de una familia de músicos, de quienes obtuvo su primera formación, que continuó en Florencia, Nápoles, Bolonia y Roma. En 1716 ya era organista de la Chiesa del Gesù, en Roma, y ese mismo año publicó las célebres Sonate d’intavolatura per organo e címbalo”, considerada su obra cumbre y por la que obtuvo mayor celebridad. Inmediatamente después de hacerlo, dejó Roma -y, podría decirse, dejó la música- para trasladarse a Sevilla, ingresar en la llamada Provincia del Paraguay (que entonces comprendía los actuales territorios de Paraguay, Uruguay, Argentina, parte de Brasil y parte de Bolivia) de la Compañía de Jesús. Al poco tiempo se embarcó con rumbo al Río de la Plata en una expedición jesuita que partió de Cádiz el 5 de abril de 1717 y tres meses después -tras sortear una tormenta por la que estuvo a punto de naufragar- llegó a Buenos Aires, donde permaneció apenas unos pocos días antes de continuar el lento viaje a Córdoba para llevar adelante sus estudios en el Colegio Máximo.
Fue el musicólogo uruguayo Lauro Ayestarán quien en 1941 formuló por primera vez la hipótesis de que cierto Hermano Domingo Zipoli, organista de Córdoba a comienzos del siglo XVIII podía ser la misma persona que el célebre músico Domenico Zipoli, considerado por los historiadores del arte uno de los más importantes compositores del barroco italiano, que desapareció misteriosamente del mundo en 1716.
¿Qué había llevado a Zipoli de Roma a Córdoba; del centro del mundo al fin del mundo? No podría sostenerse la conjetura de que Domenico buscaba nuevos horizontes para continuar allí (aquí) su carrera musical. Al parecer, la lejana Córdoba era entonces completamente amusical: más allá de unas pocas noticias sobre guitarras o arpas, y alguno que otro organista, nada puede hallarse allí a propósito de la música” -escribe Bernardo Illari (junto a Leonardo Weismann, uno de los mayores estudiosos de la obra de Zipoli) citando al padre Grenón-. Aunque el propio Grenón recordara en algún lugar una carta de 1594, donde el padre Alonso Barsana refiere (tal vez sea este el más antiguo testimonio sobre la condición de la música en América Meridional) que mucha gente de Córdoba es dada a cantar y a bailar. Y después de haber trabajado todo el día, bailan y cantan en coro la mayor parte de la noche”. Música popular, pues, a la que la gente de Córdoba era dada”. No se trataba de un buen destino para quien quisiera desarrollar un talento musical que se había revelado muy temprano; era bueno para quien quisiera abandonarlo.
Los musicólogos e investigadores de la vida de Zipoli concuerdan en atribuir su viaje a Córdoba a una conversión religiosa, que lo habría impulsado a abandonar la vida de artista para llevar una existencia consagrada a Dios. Esta conjetura encuentra su más importante testimonio documental en la necrológica de Zipoli escrita por el padre Pedro Lozano, quien había sido no solo su amigo sino también su compañero de viaje en la expedición al Rio de la Plata: había sido maestro de capilla en la Casa Profesa de Roma y precisamente cuando podían esperarse de él cosas mayores, lo sacrificó todo por la salvación de los indios y se embarcó para el Paraguay”.
Las misas y la llamada obra americana” del hermano Domingo (revelada tras el hallazgo de los manuscritos en las misiones de Chiquitos, Bolivia) no habrían tenido un propósito artístico, sino religioso y social: se trata de una música mucho más simple que la compuesta en Europa, adaptada a los indios y los esclavos que serían sus ejecutantes, como introducción sensible a la vida cristiana. Córdoba no era Roma. Ni era Sucre.
Siendo las cosas tan extrañas, y tan inciertas, arriesgo una conjetura diferente a la admitida hipótesis según la cual el abandono de la música se debió a una conversión religiosa que lo habría decidido al fatigoso viaje para vivir (y morir) en un lejano paraje llamado Córdoba. Esa conjetura comienza por un detalle que consta en el manuscrito del diccionario musical escrito por el padre Gianbattista Martini (maestro de Mozart), hallado por el organista Luigi Ferdinando Tagliavini en Bolonia en 1957; en él se lee que en 1708 Domenico Zipoli dal Gran Ducca fu mandato a Napoli sotto di Alessandro Scarlatti, dal cuale scapó per acuta differenza”. En Nápoles, propongo que Zipoli escuchó la revisión de la ópera L’Irene”, de Pollarolo, que había hecho un joven más o menos de su edad, llamado también Domenico, hijo de su maestro Alessandro. Quedó tan admirado y desalentado de sí mismo ante la genialidad que percibió en él, que decidió escapar. Si bien nunca olvidó que en el mundo existía la música de Domenico Scarlatti, pudo sobrellevar esa coexistencia durante varios años, hasta que tuvo la mala fortuna de coincidir con Scarlatti en Roma, y escucharlo tocar el clavicémbalo en la Basílica Giulia una tarde fría de 1716. Allí comenzó su derrumbe. Ningún sentido tenía nada que pudiera componer en adelante. Debía dejarlo todo. Empezar de nuevo, irse lejos, inventar otra vida. Una vida secreta. Una vida en la que hubiera otros, en la que pudiera ayudar a desconocidos, hablar con ellos de cosas simples, reír, aprender sus lenguas.
En 1725 el Hermano Domingo debió pagar tributo a la naturaleza” y, enfermo, se recluyó en la Estancia de Santa Catalina, cerca de Ascochinga, donde murió el 2 de enero de 1726, aún asediado por la música que hacía diez años tuvo el infortunio de escuchar en la Basílica Giulia de Roma. Acosado por ella, perseguido por la memoria de su genialidad, que lo asaltaba en las noches, aunque se hubiera ido lejos y hubiera practicado la humildad cada minuto de cada día. En uno de los muros de Santa Catalina hay una inscripción que indica: Domenico Zipoli / músico jesuita / falleció aquí / 1726”. No obstante esa inscripción, su tumba nunca pudo ser hallada.