El 2026 no promete imágenes fundacionales —caídas de muros, tratados históricos, guerras totales—, pero sí algo más silencioso y, acaso, más decisivo: la consolidación de tendencias. Es el año en que los sistemas políticos no cambian de golpe, pero revelan con claridad hacia dónde ya no pueden volver.
La clave no está en una elección aislada ni en un conflicto puntual, sino en la acumulación de tensiones mal resueltas que empiezan a operar como normalidad. El mundo no entra en una nueva etapa; se acomoda incómodamente en la actual. Por supuesto, siempre existe la posibilidad de cisnes negros —para eso habrá otro análisis—, pero 2026 se define menos por lo imprevisible que por lo irreversible.
En Estados Unidos, las elecciones de medio término funcionan menos como una competencia electoral y más como un test de resistencia institucional. El problema no es quién gana, sino si el sistema puede seguir operando bajo una lógica de confrontación permanente: Congreso bloqueado, justicia crecientemente politizada, estados actuando como actores cuasi soberanos. La polarización ya no es un desvío del sistema; es su modo de funcionamiento. Estados Unidos sigue siendo una potencia central, pero cada vez menos un organizador creíble del orden político que dice defender.
Brasil, por su parte, vuelve a poner en juego algo más que un cambio de signo político. No define el rumbo de América del Sur, pero condiciona sus márgenes. Cuando Brasil se ordena, la región respira; cuando se vuelve errático, todo el vecindario paga el costo. En 2026, la pregunta no es desarrollo versus ajuste, sino estabilidad versus volatilidad. Un Brasil previsible —aunque no transformador— sigue siendo el mejor escenario posible para una región sin proyecto común. Un Brasil convertido en campo de batalla ideológico, en cambio, acelera la irrelevancia sudamericana.
Europa entra a 2026 sin grandes elecciones paneuropeas, pero con un desgaste acumulado que ya no puede disimularse. La guerra en Ucrania no se resuelve: se administra. El rearme avanza, pero sin relato político. La autonomía estratégica se invoca, pero siempre un paso detrás de Washington. El resultado es una paradoja cada vez más evidente: la Unión Europea sigue siendo central para regular mercados, datos y estándares, pero cada vez más marginal para definir conflictos. Europa pesa en normas, no en decisiones. Y en un mundo que volvió a organizarse en torno a la fuerza, eso tiene límites claros.
Rusia no colapsa ni triunfa. Se adapta. La guerra deja de ser excepcional y se convierte en condición estructural. Moscú opera desde la lógica del desgaste: energía, alimentos, presión periférica, alianzas incómodas pero funcionales. El mayor riesgo en 2026 no es una escalada planificada, sino el error de cálculo: un incidente, una provocación mal leída, una línea roja cruzada por rutina. En los conflictos congelados, lo verdaderamente peligroso no es el movimiento, sino la costumbre.
China llega a 2026 con crecimiento más lento, pero con mayor claridad estratégica. Menos Belt and Road, más acuerdos quirúrgicos. Menos discurso universalista, más realismo duro. El Partido Comunista ya no vende futuro: administra estabilidad. Taiwán no es el escenario de una invasión inminente, pero sí de una presión constante. El riesgo no es la guerra deliberada, sino la escalada accidental en un entorno saturado de señales militares. China no acelera. Espera. Y en geopolítica, la paciencia suele ser una forma superior de poder.
En Medio Oriente, Israel–Palestina deja de ser “conflicto” y pasa a ser estado permanente. No hay shock, hay repetición. Y esa repetición erosiona no solo vidas, sino categorías morales. El horror se vuelve administrable: visible, pero tolerado. La región no estalla, pero tampoco se ordena. Produce lo que el sistema global teme más que una guerra abierta: inestabilidad crónica.
El mundo en 2026 no está dirigido por grandes líderes ni grandes ideas. Está administrado por gestores del conflicto. Gobiernos que no prometen futuro, sino control del daño. La política deja de ofrecer sentido y se concentra en evitar el desastre. Y cuando la política renuncia al sentido, el cinismo deja de ser una actitud: se convierte en ideología.
2026 no será recordado por lo que ocurrió, sino por lo que quedó claro. Qué conflictos llegaron para quedarse. Qué potencias ya no pueden liderar. Qué regiones siguen sin voz. En un mundo sin decisiones definitivas, el verdadero poder no está en anticipar milagros, sino en leer correctamente las inclinaciones. Porque no todos los años hacen historia. Algunos, simplemente, deciden quién la escribirá.









