Como é que se matam os fantasmas
(Dulce Maria Cardoso, Os meus sentimentos)
Jokichi murió dos veces. La primera vez en Japón, en un campo de batalla en el marco de la segunda Guerra Mundial; la vez siguiente en Brasil, en forma natural y con el nombre de Teruo. No es, sin embargo, el único caso de esta especie. También Seiji murió en condiciones semejantes solo que doblemente asesinado; en primera instancia, en el mismo contexto bélico del país asiático y, posteriormente, en esa ciudad interiorana de São Paulo llamada Promissão. Como si fuera un rompecabezas, Michiyo trata de ordenar las piezas de modo que resulte un armado más o menos coherente. Sabe que existe una radical disyunción de cuerpos y nombres propios sobre la que no puede hacer nada, pero está segura de que su objetivo será logrado porque ha recogido todos los datos y está guiada por una voluntad de justicia. El resultado final de esta aventura es la novela O sol se põe em São Paulo” [El sol se pone en São Paulo] que firma el escritor brasileño Bernardo Carvalho en 2007.
Contada como si fuera un thriller, esta novela opera con personajes y con espectros, que no son otra cosa que esos mismos personajes despojados de su identidad y subalternizados por múltiples falacias. Permanecer en el recuerdo como espectro tiene algunas ventajas, hay que reconocerlo: pueden prescindir de las coordenadas existenciales de los vivos y sobrevivir a su memoria.
Michiyo lo sabe y por eso, al escribir esa larga carta a Masukichi le revela lo que ha descubierto. Pasó más de la mitad del siglo tratando de entender lo que la separó de Jokichi, su marido, pero alcanzó la verdad antes de que fuera demasiado tarde: «La historia que me contaste, la misma que le habías contado a él, la misma que habías oído de un soldado en Okinawa, al final de la guerra, estaba incompleta. Y yo necesité completarla … Tú me diste el inicio. Yo necesitaba llegar al final. Faltaba uno de los protagonistas. Faltaba el muerto».
Puestos en este lugar de lectura podemos decir que la novela conjuga dos momentos históricos y dos geografías disímiles: un momento presente que se pasa en Brasil en los primeros años de este siglo; y un pasado que se inmediatiza en el Japón de los años 40 cuando esa nación se tornaba protagonista de uno de los conflictos bélicos más espeluznantes de la historia mundial. Es ahí, en ese entonces y en ese lugar donde se cuecen los espectros con los que hemos de deparar en adelante. Para Agamben, el espectro es «el estadio que sigue a la muerte y a la descomposición del cadáver», y tiene que ver con la pervivencia en el imaginario de aquellos seres que, deviniendo «signos, o más bien, con mayor precisión, signaturas» pululan entre nosotros por no conseguir asimilarse a lo eterno que los dispersa. En el caso que nos ocupa, el signo en cuestión no mantiene actual el reclamo de justicia únicamente, sino que denuncia también la infracción de la que ésta fue objeto.
Si «un espectro lleva consigo una fecha pues es un ser íntimamente histórico» debemos situarnos en 1941 cuando se define el reclutamiento de los jóvenes para integrar las filas destinadas a la guerra. En esa ocasión, Jokichi es llamado para servir en terreno, pero no alcanza a alistarse porque su padre logra disuadir la convocatoria y ofrece un reemplazante en su lugar, apoyado en su poder de influencia. Seiji, un empleado de su firma, que ha sido «educado en la humillación» según se nos confiesa, acepta el trato y cumple a rajatabla lo pactado hasta que un «un accidente en Java» le provoca la muerte. Acabada la guerra, Jokichi se anoticia de la trama en la que fue envuelto ya que su nombre figura en el archivo de bajas de la contienda. Con denodado esfuerzo logra probar quien es y recuperar los bienes heredados, pero como la culpa lo atosiga y compromete su honor (Michiyo piensa que nada de lo efectuado podría haberse realizado sin su consentimiento) ofrece una reparación económica a los padres de Seiji. Contrariamente a lo esperado, ellos rechazan la oferta porque manejan otra versión de los hechos, lo que le hace comprender a Jokichi que en esa historia hay algo mal contado. El personaje demora en dar con la verdad, pero, cuando lo consigue, finge un suicidio ritual que lo obliga a cambiar de nombre, y embarca para Brasil para hacer justicia por manos propias.
Hasta aquí la versión oficial de los sucesos. El caso de Seiji es más complejo porque no cuenta con la protección del destino y, a menudo, se ve sin escapatoria frente a su arbitrio irremediable. A él hace referencia ese «final» que reclama Michiyo en esa larga carta a la que oportunamente nos referimos. Agamben señala que «existe una espectralidad de otro tipo, que podemos llamar larval o larvada, que nace de no aceptar la propia condición, de removerla para fingir a toda costa que se tiene un peso y una carne. Mientras que la primera especie de espectro es perfecta, puesto que ya no tiene nada que agregar a aquello que ha hecho o dicho, las larvas deben inventarse un futuro para dar lugar, en verdad, a un tormento sobre su propio pasado, a su propia incapacidad de saberse realizadas». En Seiji, cuenta no solo su forma de morir sino también las razones que le llevaron a aceptar la propuesta indecente de hacerse pasar por otro. Sucede que el empleado no tuvo la suerte del hijo del patrón; nació en un hogar pobre, perteneciente a una familia de parias, cuyos antecesores se dedicaron en el pasado al trabajo oprobioso de cuidar la carne y los muertos, «matando a los animales que comemos y ejecutando a los criminales que condenamos a muerte». Una clara cuestión de castas en pugna que en el Japón de aquellos años daba mucho que hablar. El peso del estigma que recaía sobre él era tal que no dudó en ofrecerse para la tarea pensando que podría gozar de los honores de una clase adinerada. Lo hizo sin medir las consecuencias reales de tal acto y sin imaginar, tal vez, el alto costo que habría de pagar por su osadía.
Seiji era tan ignorante de sus acciones que reveló a los soldados con los que combatía la sórdida transacción que había realizado con el padre de Jokichi para movilizarse y –como advierte Michiyo- «contar fue su perdición ya que siempre hay alguien presto para denunciar». Desde ese momento hasta el atentado premeditado para sacárselo de encima, el camino es corto. «Al morir con un nombre que no era el suyo, al ser asesinado cuando servía como Jokichi, Seiji dejó el propio nombre a disposición de que quien quisiera usarlo, a disposición de un criminal de guerra que necesitaba escapar a la corte marcial». Después de «fingir» el accidente que le pondría fin, y ya con el nombre falso de Seiji, el fugitivo se salvaguarda en Brasil hasta ser encontrado casi al final de su vida por quien lo venía buscando desde siempre.
Tras años de espera, el desertor sin responsabilidad directa y el asesino consciente se encuentran para saldar esa deuda impaga que se cobró la vida del empleado paria. Al hacerlo, el espectro de Seiji, reiteradamente evocado y comprometido, que «se condensa y cristaliza en una figura, a la vez lábil y exigente, muda y cómplice, resentida y distante», empieza a diluirse.