Me dicen el clandestino por no llevar papel”, empezaba una canción de Manu Chao. Por no llevar papel, también, se despoja a cientos de miles de seres humanos de sus derechos más básicos. La crisis migratoria en Ceuta vuelve a ponernos frente a una cuestión que parecía en segundo plano durante la pandemia, pero que siempre continuó latente. La ciudad española, situada en la península Tingitana, en la orilla africana del estrecho de Gibraltar, limita al oeste y al noroeste con Marruecos. Con poco menos de 90.000 habitantes, tiene una profunda diversidad cultural y religiosa. En ella conviven personas de distintas religiones, especialmente cristianos, musulmanes, judíos, y en menor medida, hinduistas. Debido a su ubicación geográfica, la ciudad suele ser un punto migratorio caliente: a través de sus fronteras con Marruecos llegan ciudadanos africanos o árabes, escapando de la miseria económica pero también de guerras civiles, persecuciones religiosas, limpiezas étnicas y conflictos de distinta índole. Lo sucedido durante los últimos días volvió a poner a la región en el centro de la escena internacional.
En apenas dos días, entre lunes y martes de la semana pasada, más de 8.000 inmigrantes (entre ellos 1.500 menores) intentaron ingresar a España. Allí los esperaban integrantes de las fuerzas de seguridad españolas junto a voluntarios de la Cruz Roja. Más allá de la ayuda humanitaria inmediata a quienes llegaban tras un viaje de varios kilómetros en condiciones extremas, el objetivo principal de las autoridades era detener a los migrantes para devolverlos a su país de origen. La mayoría fue, efectivamente, regresada rápidamente a Marruecos. Lo sucedido no es casual, ya que se trata de las consecuencias de una escalada de tensión en un conflicto de larga data en el país africano. El gobierno marroquí se encuentra enfrascado en una disputa política, militar y territorial con el Frente Polisario, el movimiento de liberación nacional del Sahara Occidental, que busca la autodeterminación del pueblo sarahui.
El Frente Polisario es apoyado y reconocido como movimiento legitimo por más de 80 países, la mayoría africanos, además de algunos latinoamericanos como Cuba o Venezuela. Se fundó en 1973 por saharauis de Marruecos, Argelia, Mauritania y el por aquel entonces Sáhara español. Se revindicaban herederos del Movimiento Nacional de Liberación Saharaui, que en la década anterior había luchado contra la ocupación española. Tras la retirada del país europeo de su territorio, en 1976 declararon la independencia de la República Árabe Saharaui Democrática. Posteriormente, el gobierno de Marruecos y el Frente Polisario se enfrascaron en una guerra que terminó con un alto al fuego temporal en 1991, pero que volvió a estallar en noviembre de 2020.
El Frente Polisario acusa a Rabat de relajar los controles en la frontera para favorecer el flujo indiscriminado de migrantes, con el objetivo de utilizarlos de moneda de cambio en el conflicto. De esta manera, lograrían preocupar a España para que se involucre y apoye a los marroquíes contra el Frente. La rápida reacción del gobierno de Pedro Sánchez, por otro lado, impidió que la ultraderecha de Vox pudiera capitalizar la situación. Tras el golpe sufrido en las elecciones de Madrid, el escenario podría haber sido mucho más complicado para el gobierno. Sánchez inclusive fue aplaudido por el ultraderechista Matteo Salvini, quien ya había tuiteado su apoyo a las medidas cuando Santiago Abascal, líder de Vox, llegaba a Ceuta para expresar su indignación contra La Moncloa.
La importancia geopolítica del Sahara Occidental excede a Ceuta. Es, además, la puerta de entrada al Sahel (que cruza a Senegal, Mauritania, Mali, Burkina Faso, Argelia, Niger, Nigeria, Chad, Sudán, Eritrea y Etiopia), una de las zonas más inestables del mundo. Allí florece el terrorismo yihaddista, mientras los servicios de inteligencia occidentales no logran hacer pie.
La canción de Manu Chao citada al comienzo también decía yo me fui a trabajar, mi vida la dejé, entre Ceuta y Gibraltar”. Esa es la realidad de cientos de miles de migrantes alrededor del mundo. Seres humanos con sueños y anhelos de nada más ni nada menos que tener una vida mejor para ellos y para sus familias y amigos. El filósofo español Gustavo Bueno decía que vivimos en una sociedad individualizada, donde la identidad sustituyó totalmente a la comunidad como elemento integrador y asegurador en nuestras sociedades. Pensar a la humanidad como una comunidad global implica no necesariamente estar a favor de la libre circulación de bienes y servicios, sino tener presente la necesidad imperiosa de proteger a todos los seres humanos por igual. Sin importar, entonces, ni sus papeles” ni su origen. Es responsabilidad de los poderosos hacerse cargo de una problemática humanitaria y moral, que, como suele decir el papa Francisco, es la más importante del siglo XXI. Solo así se podrá derrotar a los extremismos, y los más vulnerables no seguirán dejando su vida en búsqueda de un futuro un poco más amigable.