Por Nicolás Jozami
Quiero empezar con una escena. Se desata un diluvio en las calles de Córdoba. Una poeta llega justo a visitar a otra, como lo hacía habitualmente los viernes luego de su trabajo. La dueña de casa deja habitualmente la puerta de entrada sin llaves. La visitante no la encuentra guarecida adentro de la casa; está -al contrario- cubierta de barro, de la cabeza a los pies, tratando de salvar afuera a las crías que su gata ha tenido y que -producto del aguacero- han desaparecido, con grandes posibilidades de morir ahogadas, recién nacidas y ahogadas.
Entre otras, Livia Hidalgo recupera esa anécdota -casi final de su homenajeada- en la bioautobiografía que es su poemario titulado Glauce. El sólo sonido de ese nombre ha dejado a la poesía local en un escalón demencialmente enceguecedor: Glauce Baldovin alcanzó el “filo del reflejo” con su “hambre de forma”; hizo de su poesía el afán de goce de la vida como una “propia liturgia”, conjurando de ese modo su dolor interminable. El filo del reflejo es el que corta con mayor precisión; de manera invisible, discreta pero hondo como una ausencia.
¿Qué leemos en Glauce? La crónica esterilizada de una vida a la que se le agradece el haber sabido insuflar y regalar un halo poético (y por ello vital) en la autora del volumen (como en tanta otra gente que la conoció). La puesta a rodar de la escritura, signada con versos separados por puntos y no comas, algo extraño pero amable, proporciona una cadencia seductora, grafica la ternura, la pasión y la lucha de Glauce Baldovin por sanar una herida abierta suturándola a través de las palabras.
La introducción es una oposición: quiero decir, Hidalgo rescata a la poeta riocuartense “contra” otros modos del decir, contra la soberbia imperante del creador o “decidor” que descree de la juventud para acercarla a la palabra poética, al numen comprensivo de la belleza. Y la escritura de la autora es el derrotero de los encuentros con esa madrina, madre, que se va deshojando a medida que transcurre su vida, ante las pérdidas irreparables, ante la culpa, ante el desasosiego que solamente -solamente- la poesía logra suspender, ya que el alcohol lo olvida. Hidalgo da cuenta de ello: “vi el rayo de dolor atravesarla/quizás porque sea cierto/aquello de que lo sublime/va ungido a lo siniestro.” La unción es la que marca y desmantela a la poeta, la signa en su misterio y la escoge en su padecimiento.
Recorremos el delineado del encuentro con una creadora admirada, y cómo refinó asimismo su propia poesía en la lectura que de sus versos hacía Glauce Baldovin; uno no elige a los maestros, los maestros lo eligen a uno, pareciera ser la máxima. Pasa de asistir a sus talleres a formar parte de uno con ella, donde “ahora la amistad y la poesía/nos reunía sin límites de tiempo”. Descubrirá, de a poco, y en ese aspecto el libro nos mantiene cuidando y dándonos a entender el porqué de una vida, aquello que ha dañado irreparablemente a la poeta riocuartense, como fue el secuestro y la desaparición de uno de sus hijos cuando cumplía deberes en el servicio militar. “Tratar de ser/para no ser por siempre”, recupera Hidalgo.
El ingreso a la militancia es doble: Glauce lo hará y su alumna encontrará el sentido de esa decisión en la palabra de su poeta. “cómo no voy a perdonar tu ingenuidad/si yo misma intento perdonarme mi propia/ingenuidad”, le dirá, conversando sobre la no vuelta y espera infructuosa de su hijo Sergio. Luego vendrá la otra tragedia, subsumida a la anterior, la del alcohol, ese “nepente” necesario.
La historia biográfica familiar, las raíces de la acción política, el movimiento de la retratada en las aguas de la historia personal e íntima son motivo en los versos de Hidalgo. Con guiños directos a algunos poemarios, como El rostro en la mano o Libro de Lucía, recuperando a la protagonista en la que se inspiró Baldovin para componer ese poemario (la chacarera Lucía Bertello), Hidalgo ausculta la dureza que rodeó la hermosura de Glauce, quien regaló dones para sus cercanos, con ese “sentido precoz del agradecimiento” que la caracterizaba.
Las pérdidas fugaces rodearon a las otras, las indelebles, que Baldovin supo aumentar con cada libro luego del trágico silencio de la voz de su hijo, distante pero ubicuo en el derrotero de su mamá. Vuelvo a la escena con la que inicié esta nota, para recaer en otra similar, con los gatos como partícipes principales: Hidalgo mira compasiva y trata de acariciar esa vida que tanto le dejó a ella, en esa genealogía filial a partir de la palabra; cuenta cuando Glauce encuentra el cuerpo de su gato muerto, Mishi (quien tenía los ojos de Sergio), y sentencia “parece irónico y hasta cínico decirlo:ahora/tenía lo negado:/un cuerpo para sepultar”.
“El universo y sus misterios/habíanse abierto. Desde el trino al zarpazo./desde el agua al fuego”, escribe Baldovin; “si el mar es un espejo de agua contra/las nubes blancas/donde ninguna desnudez es consolada”, escribe Hidalgo. La vida de su maestra se transforma y redime “en la pura. purísima duración”.
Deseo terminar esta reseña compartiendo mi experiencia de lectura de Glauce Baldovin. Allá por el año 2004 trabajaba en la Biblioteca Popular de Bella Vista. Ordenando libros, me topé con Libro de la soledad. Lo leí de un tirón en el piso de arriba de la biblioteca, en un impasse de mi trabajo (¿cuál es el trabajo de un bibliotecario, si lee a escondidas en su trabajo?; esto quedará para otra nota). Sigo: al terminarlo, busqué los otros suyos que había en el estante: Libro de Lucía, Con los gatos el silencio, Libro de María, Yo, seclaud, todos los publicados por editorial Argos (es para celebrar la edición de su poesía completa publicada en 2018 por editorial Caballo Negro).
Se dice que uno recuerda de las lecturas que lo marcan -como una sortija mística de la sintonía con que ese presente de la lectura nos rodea- el exacto tiempo, lugar en que las hizo. Bien, recuerdo furtivamente la lectura de Baldovin en el piso superior de la biblioteca; recuerdo sentir como si pecara en silencio, porque leerla era como meterte en un conjuro donde el dolor no podía ser compartido, debía ser íntimo, personal, filoso.