Imploro tu piedad, única Tú a quien amo,
desde la sima oscura en que mi alma ha caído.
De profundis clavami – Charles Baudelaire
Esquivé su mano cuando intentó agarrarme con nostalgia cenicienta.
— ¿Por qué? — preguntó sin mirar, viendo el vuelo de pájaro que sus dedos reproducían hasta reintegrarse en el vaivén de su caminar.
No contesté, no tenía que hacerlo.
— ¿Todavía falta para llegar? — indagó desolada, respirando con dificultad.
Estábamos cerca. Cinco kilómetros quizás, pero ella no aguantaría el trayecto, lo sabía perfectamente.
— Quiero agua — dijo frenando su paso.
— ¡No podés! — contesté con amargura.
— ¡Pero quiero agua! — repitió.
— ¡No podés! ¡Sabés que no podés! — la reprimí, sintiendo el temblar de mi voz.
A la distancia se observaba la fábrica abandonada.
— ¿Tu papá trabajaba ahí? — le pregunté a pesar de saber la respuesta.
— Todos trabajaban ahí — respondió caminando hacia mí.
En sus ojos celestes, la tristeza de nínfula desdichada, me revelaba los excesos a los que la había sometido.
Esperaba ansioso ese instante en que me preguntara si la quería o si simplemente era otra de mis atracciones.
Yo jamás le haría daño. Desde el principio supe que era diferente a las demás. A aquellos rostros manchados de barro, afeados por la enfermedad.
Ella, innombrable y perfecta, era el eco distante de un mundo feliz.
En silencio seguimos caminando apenas separados por unos metros.
— No puedo — dijo en voz baja. – No puedo.
Su cuerpo se estaba pudriendo de afuera hacia adentro, pero su alma…pero su alma me pertenecía y era sobre todas las cosas en la naturaleza, lo único que me importaba.
Quería regalarle, si más hubiese sido la intención primaria, quería regalarle una última mirada a las calles que la vieron nacer, a la casa donde dijo “Mamá”. Llevarla sus lugares extraviados por los terribles ocasos.
Ella, consciente de nuestra relación, sabía que el tiempo no nos acompañaba bajo el sol.
Su perfume a hierbas secas y tierra mohosa le impedía negar su realidad.
— Es un milagro que estés…— callé.
— Gracias — acotó con esfuerzo. Un esfuerzo que la mantuvo en pie durante el viaje.
— ¿Quisieras ir a algún lugar en especial? — le pregunté a sabiendas que era insuficiente la esperanza.
— ¿Oís? – me dijo abriendo los ojos, nerviosa. — ¿Oís esos gritos? — repreguntó para asegurarse que la escuchaba.
Apretando la manga de la correa, la obligué a caminar conmigo unos pasos más.
— Estamos cerca, bastante más cerca de lo que esperaba que soportaras. ¿Podés seguir o querés descansar?
— Quiero ver a mis padres…a mis hermanos…— dijo y pensé que una lágrima humedecerían esos ojos secos.
Debía tener mucho cuidado, su fragilidad era impresionante, tocarla era sentir las hojarascas de los otoños perdidos. Tocarla significaba para ella una herida sin cura, una llaga profunda que le traía su suerte a la conciencia, que le recordaba como una condena que era un milagro inútil.
— Los escucho — le dije.
Su rostro putrefacto se entumeció.— ¿Qué son?, ¿quiénes son? — preguntó.
Respiré hondo, haciendo penetrar su hedor en mis pulmones.
En tierra salvaje, un sueño era cosa de locos, pero estaba completamente loco por ella, y demente sentí que cumpliría con una sonrisa su último suspiro.
Me adelanté unos metros y con cuidado continué tirando de la correa para que siguiese caminando.
— ¿Van a estar esperándome?
— Lo dudo…
A veces al tirar con fuerza desmedida, dejaba a ver su carne negra. Y ella no sufría. Dios la había bendecido con la posibilidad de no sufrir nunca más dolor.
Aunque me hubiese gustado que sufriera un poco, para saberse viva, saberse viva a pesar de todo.
— ¡Vamos! — le dije impunemente, sin percibir su miedo ni sus ganas intensas de mostrar alguna emoción o sentimiento.
Desearía establecer mejores patrones de búsqueda, mejores fundamentos para salvar algo más que los pensamientos de lo que fue o esos vagos sueños de futuro imposibles que no serán. Ella impregnaba mi vida de ilusiones, de fantasías retorcidas de amor.
Desnuda y hedionda, inigualable imagen del terror revelado y contenido se mostraba erguida e insolente, expectante de volver a ver la tierra donde podría echar raíces para ser parte nuevamente del origen que la había visto crecer. Sus quejas por mi comportamiento provocaban en mí una mueca lejana, austera.
Yo no era el salvador que ella esperaba, de la misma manera que ella no fue para mí el modelo de mujer que amaría sin prejuicios. Pero en su belleza, lo mórbido que mi mente pretendía evocar de tiempos anteriores a la guerra se consumaba con sordidez abrumadora.
En la televisión, radios y revistas hablaban de estos supervivientes como monstruos infectos.
Nadie hacía nada por ayudarlos, por prestarles un techo y darles comida. Eran humanos imperfectos, humanos que le compitieron a la muerte y le ganaron. Espectros de carne sucia, pero nada más alejado de su presencia.
Angie era un ángel negro latiendo en la basura.
Una mujer soñada en un sueño enfermo e insano. Una muestra de que Dios hace las cosas por puro capricho.
Conversando a paso lento le insistí que quizás lo mejor era creer y no ver.
— Deberíamos volver — le dije dándole la vuelta, aferrando entre los dedos la correa.
— ¡No quiero! — gritó entrecortada. – Quiero ir a…— y la quijada se le desvió unos milímetros, impidiéndole seguir hablando.
— Eso que escuchas no es real…— le comenté ejerciendo presión con la correa, ahorcando su garganta que se mostraba por debajo de la piel roída.
— ¿¡Que es entonces!? — gritó adolorida, intentando caer de rodillas, pero cediendo a mí impulso.
— ¡No son nada! — respondí y mantuve firme la presión.
— ¿Para qué me trajiste? — Preguntó acobardada — ¿Por qué me salvaste?
Aquello me devolvió la cordura por un instante.
— Porque no quiero quedarme solo — fue mi respuesta.
Tire la manga de la correa al suelo, mirándola a los ojos.
— ¿Querés ver lo que hay ahí? — le pregunté herido en el orgullo. — ¿Querés ver? — y ella temblando, porque solamente podía temblar, empezó a correr hacia el pueblo.
Mientras corría con todo el esfuerzo del mundo, agotando cada segundo su milagro, sus brazos desperdigaban los colgajos de carne negra, los gusanos escapaban de sus cavidades y cada paso significaba la destrucción de sí misma.
Fueron los minutos más largos que viví y para ella fue su vida resumiéndose ante sus ojos. Todo lo que ella había tenido alguna vez, ya no existía.
Y todo lo que yo tenía también, porque solo ella abarcaba mi pasado, mi presente y mi futuro hasta ese momento, pero no debo caer en sentimentalismos. La vida es larga para pretender que un amor como el nuestro fue un monumento velado para la humanidad.
Quise correr a su lado, sentir el viento caliente sobre mi piel, pero fue demasiado rápido el desenlace.
Las voces cesaron en su cabeza.
Su cuerpo tambaleo y tropezó, cayendo con aspereza en el asfalto, disgregándose completamente hasta quedar un cadáver marchito, una mancha pegajosa de existencia divina.
Qué extraño destino el nuestro
que nos une y nos separa
llorando está el pañuelo
que agita la zamba.
Canto con mi guitarra, esperando otra oportunidad de volver a verla, aunque sea en sueños o en esa presencia fantasma de los que no pueden decir adiós.
Canto bajo un techo de chapa que se estremece con la lluvia del fin de verano.
El vino más amargo y el último cigarro me avisan que mañana es otro día, que no hay caminos por recorrer en el aguacero, que no hay ángeles ni ojos bonitos esperando ser rescatados, alimentados y amados. Y si los hay, solo a Dios le tocará tal hazaña.
Maximiliano Guzmán
(Recreo, Catamarca, 1991)
Estudió Cine y Televisión en La Universidad Nacional de Córdoba – Argentina. Ha publicado cuentos en Espacio Menesunda (Catamarca), Revista Gualicho (Córdoba), Diario Hoy Día (Córdoba) El Rompehielos (Tierra del Fuego), La tuerca andante (San Luis), El Ganso Negro (Tucumán), Antología Sucio de Letras (San Luis), Revista Kuma (Chile), Revista Chile de Terror (Chile) y Los Asesinos Tímidos (Buenos Aires). Publicó las novelas Unfantasma (Color Ciego Ediciones, 2022) y Hamacas (Zona Borde, 2022).
En medio de la devastación causada por una plaga, un hombre lleva a una sobreviviente –en un estado muy perturbador de sobrevida– a contemplar por última vez su hogar. Maximiliano Guzmán es una revelación: con dos novelas y una veintena de relatos de diferentes géneros publicados durante el último año en revistas nacionales y del continente, tiene una imaginación inagotable que va de la mano con su avidez por experimentar con técnicas y géneros. Un autor que dará mucho por leer en los próximos años.