En la ciencia política, los especialistas en teoría de la democracia intercambian argumentaciones a favor de los debates públicos entre los candidatos a ocupar cargos electivos, sean ejecutivos o legislativos, nacionales, provinciales o municipales. Así, repiten sus beneficios como un mantra.
La gran mayoría de esos teóricos sostiene que los debates son fundamentales para el fortalecimiento de la democracia representativa, porque, a través de esta práctica, los candidatos pueden presentar sus respectivas propuestas y, a la vez, rebatir las propuestas de sus contrincantes.
De esa manera, concluyen, los ciudadanos de a pie pueden escuchar los posiciones de cada uno de los partidos, frentes o alianzas, sacar sus propias conclusiones y, a continuación, decidir a quiénes votar o, en el peor de los casos, a quiénes no votar para ocupar tal o cual cargo.
Los beneficios enumerados en los párrafos anteriores suponen dos cosas. La primera, que los candidatos tengan propuestas realistas y que las expongan clara y sinceramente. La principal, que los ciudadanos quieran escucharlas como base para decidir su voto frente a un proceso electoral.
En la Argentina de hoy, ninguno de esos factores se da. La campaña presidencial es un ejemplo contundente. Antes y después de las Primarias Abiertas Simultáneas Obligatorias – PASO del 13 de agosto, los precandidatos primero y los candidatos después, han naufragado en un mar de sinsentidos y frases hechas.
Como viene sucediendo en nuestro país, en las democracias latinoamericanas y del mundo en general, lamentablemente, las propuestas electorales no van más allá eslóganes que preparan algunas agencias de marketing político a partir de encuestas de opinión o grupos focales. Nada más.
Los partidos políticos carecen de equipos técnicos que diagnostiquen seriamente los problemas a resolver y, sobre esa base, formulen alternativas posibles de solución. En su lugar, aparecen los marketineros de siempre y hacen que los candidatos repitan lo que, supuestamente, la gente quiere escuchar.
Asimismo, la inmensa mayoría de la ciudadanía sufre un descreimiento generalizado en la dirigencia política. Según encuestas de la Fundación ICES, el 78 por ciento de los argentinos no cree en la política ni en sus dirigentes. Obligado, el ciudadano va a votar, presuponiendo que le mienten.
Todo muy predecible
Penosamente, la campaña presidencial en general y, en particular, el debate de ayer confirman ambas cosas que la realidad evidencia: por una parte, la mayoría de las propuestas son eslóganes y, por otra parte, la mayoría de la ciudadanía no las tiene en cuenta a la hora de decidir su voto.
Javier Milei, el candidato de La Libertad Avanza, llegó al debate con el viento a favor de haber sido el más votado en las PASO y con un lugar casi asegurado para un hipotético ballottage. Sin la necesidad de hacer afirmaciones contundentes, hizo gala del histrionismo que lo trajo a ese lugar.
Sabiendo que no pueden ganar en la primera vuelta, Sergio Massa y Patricia Bullrich, los candidatos de Unión por la Patria y de Juntos por el Cambio, respectivamente, llegaron al debate con el mismo propósito electoral: pasar a ese ballottage y tratar de ganarle la última pulseada a Javier Milei el 19 de noviembre.
Para eso, Massa trató de captar el voto peronista, disimulando los errores del kirchnerismo. Bullrich, a su vez, buscó aunar el voto antiperonista, avivando los rencores al antikirchnerismo. Paradójicamente, lo hicieron tratando de polarizar con un Milei que los despreció por igual, fiel a su estilo.
Massa y Bullrich compitieron para llegar al ballottage con el candidato de un partido que debuta en estas lides. ¿Quién lo hubiera dicho uno o dos años atrás? El oficialismo y la oposición pujando, mano a mano, para ser segundos de un candidato fabricado en los medios de comunicación porteños.
Juan Schiaretti y Myriam Bregman, los candidatos de Hacemos por Nuestro País y del Frente de Izquierda y de Trabajadores – Unidad, llegaron con el objetivo de retener lo más posible los votos obtenidos en las PASO. Ambos enfrentaron la tendencia al denominado “voto útil”: ¿para qué votarlos si no pueden ganar?
Las propuestas de Schiaretti y Bregman no tuvieron las contradicciones que sí enfrentaron Massa, por estar gobernando, o Bullrich, por haber gobernado. No obstante, no pudieron superar los límites geográficos, en el caso del cordobés, o ideológicos, en el caso de la izquierdista, de sus consignas.
En definitiva, cada uno dijo lo que había decidido decir para sus propios auditorios, sin escuchar a los otros. Es difícil afirmar que debatieron. Se hicieron preguntas maliciosas o, como mínimo, malintencionadas y se dieron respuestas engañosas o, por lo menos, evasivas. Todo muy previsible. La gente, lejos.