La historia reciente de las relaciones internacionales demuestra que los errores de cálculo suelen pagarse caros. Europa y Estados Unidos, convencidos de que el final de la Guerra Fría significaba el triunfo definitivo del liberalismo, subestimaron a Rusia. Ningunearon sus reclamos de seguridad, minimizaron su peso cultural y estratégico, y apostaron a que Moscú se resignaría a un rol periférico en el orden global. Tres décadas después, el resultado es exactamente el contrario: una Rusia que, acorralada por sanciones y aislamiento, encontróen Asia no sólo refugio, sino también un nuevo horizonte geopolítico.
Lo que en los años noventa parecía improbable —un alineamiento creciente de Rusia con China e India— hoy constituye uno de los principales factores de transformación del sistema internacional. El error occidental fue creer que podía arrinconar indefinidamente a Moscú sin consecuencias.
Tras la disolución de la URSS, hubo un breve momento en el que Rusia buscó acercarse a Occidente. Boris Yeltsin intentó, con mayor o menor torpeza, integrarse al capitalismo global bajo parámetros europeos. Pero los gestos fueron unilaterales: lo que Moscú percibió fue condescendencia, desprecio e indiferencia.
La expansión de la OTAN hacia el Este, las intervenciones militares en los Balcanes, Irak y Libia, y el progresivo corrimiento de la frontera de seguridad occidental sobre el espacio postsoviético alimentaron la convicción rusa de que el “fin de la historia” no era más que una coartada para imponer hegemonía. El famoso discurso de Vladimir Putin en Múnich en 2007 ya advertía lo que vendría: la paciencia de Moscú se agotaba.
La invasión de Ucrania en 2022 aceleró procesos que estaban en marcha desde hacía tiempo. Para Rusia, el endurecimiento de las sanciones y el cierre de mercados europeos significó el punto de no retorno. La energía que antes fluía hacia Europa comenzó a redirigirse a Asia. Moscú se convirtió en proveedor clave de petróleo con descuento para India y profundizó su interdependencia con China, que le garantiza acceso a tecnología, inversión y mercados.
Lo que muchos en Bruselas y Washington interpretaron como una debilidad rusa, en realidad abrió la puerta a una nueva arquitectura multipolar: el acercamiento de Moscú a Pekín y Nueva Delhi consolidóun triángulo euroasiático que hoy reconfigura el balance de poder.
La relación ruso-china es, en muchos sentidos, inevitable. Ambos comparten una frontera extensa, una historia de rivalidad y un presente de pragmatismo. Para Moscú, China es su principal cliente energético y socio diplomático en el Consejo de Seguridad de la ONU. Para Pekín, Rusia ofrece materias primas y un contrapeso militar a Estados Unidos.
Sin embargo, el vínculo no está exento de tensiones. Moscú teme convertirse en socio menor de una China en ascenso, y en regiones como Asia Central persiste la competencia por influencia. Pero lo cierto es que, empujados por Occidente, los dos gigantes han sellado un entendimiento estratégico que ya difícilmente pueda revertirse.
El vínculo con India es más complejo. Nueva Delhi mantiene relaciones cordiales con Washington, participa del Quad junto a Japón y Australia, y busca contrapesar la expansión china en el Indo-Pacífico. Pero al mismo tiempo, India depende en gran medida del armamento ruso y, tras la guerra en Ucrania, se convirtióen uno de los principales compradores de petróleo de Moscú.
Esa doble estrategia india —cooperar con Occidente sin romper con Rusia— refleja su apuesta por la “autonomía estratégica”. Para Moscú, significa un aliado indispensable que equilibra la excesiva dependencia de China. Para Nueva Delhi, la relación con Rusia le otorga margen de maniobra frente a las presiones de Washington y Pekín.
El gran error de Europa y Estados Unidos fue creer que podían reducir a Rusia a la irrelevancia. En lugar de construir un puente euroasiático, levantaron un muro. Y al hacerlo, abrieron la puerta a que Moscú encontrara en Oriente no sólo un refugio, sino un nuevo espacio de poder.
Hoy, el gas y el petróleo rusos alimentan la economía india, las armas rusas siguen equipando a su ejército, y la alianza energética con China refuerza el eje Pekín–Moscú. El BRICS ampliado y la Organización de Cooperación de Shanghái son expresiones institucionales de esa convergencia.
Occidente, en su afán por aislar a Rusia, terminó acelerando el proceso que decía querer evitar: la consolidación de un orden multipolar en el que ya no dicta las reglas en soledad.
El margen de maniobra occidental se ha reducido drásticamente. Rusia ya no depende de los mercados europeos para sobrevivir; al contrario, es Europa la que se ve forzada a buscar alternativas energéticas más costosas. Estados Unidos, centrado en contener a China en el Pacífico, enfrenta el desafío de un eje Moscú–Pekín cada vez más sólido y de una India que, aunque dialoga con Washington, mantiene su autonomía.
Lo que queda en evidencia es que la estrategia de exclusión fue un error histórico. Rusia no desapareció del mapa: se reconfiguró. Y lo hizo mirando hacia Oriente, donde encontró socios dispuestos a aprovechar la oportunidad.
El tiempo dirá si ese acercamiento se traduce en un bloque compacto o en un entramado flexible de alianzas. Lo que sí parece claro es que la ventana que Occidente tuvo en los noventa para integrar a Moscú ya está cerrada. Ahora es tarde.