El politólogo Carlos Malamud sostiene, en esta misma edición de HOY DÍA CÓRDOBA, que la tercera presidencia de Lula da Silva, a pesar de tantas expectativas como las que fue creando desde que logró salir de la cárcel donde espuriamente lo había metido el bolsonarismo (con la activa participación del juez Moro, ese que la derecha argentina invita dos por tres y lo pasea como a un héroe por las salas de conferencias), que este tercer tiempo, dice Malamud, no va a ser nada fácil. En parte, coincido: el frente externo va a ir ocupando más y más espacio, al menos hasta que las próximas elecciones legislativas le den a Lula mayor holgura en el Congreso, como para encarar las reformas estructurales que prometió y que, de momento, no darían las condiciones objetivas ni los compromisos con la alianza que le permitió volver al Planalto.
Y en el frente externo Lula ha decidido volver con énfasis: nada de hacer seguidismo de los temas impuestos por las potencias hegemónicas, sino plantear una vía propia con un protagonismo en las negociaciones. Así, después de haber logrado sofocar los intentos del bolsonarismo residual de entorpecer su asunción, Lula, a tono con los tiempos, vuela hacia China.
En el medio de la larga ristra de dirigentes europeos que se dirigieron a Pekín -antes y después de la crucial entrevista que Xi mantuvo con Putin en Moscú- el líder brasileño ha decidido hacer lo propio. Y, como digo, con agenda propia: no sólo lleva en el temario de la cumbre la inexcusable guerra de Ucrania, sino también, y prioritariamente, los BRICS; la relación de las deudas de los países del Sur con los organismos multilaterales de crédito; y la utilización de los instrumentos de pago internacionales (monetarios y financieros, o sea, la exclusividad del dólar norteamericano en el comercio exterior, y la utilización de los SWAP chinos como reservas estratégicas de emergencia ante la inestabilidad de los ciclos financieros).
Además de anunciar, antes de subirse al avión hacia Pekín, que Brasil volverá a la Unasur (en coincidencia con lo expresado ya por la Argentina), volver a insuflar fuerza a la reunión de países de potencia intermedia de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica) es un viejo proyecto de Lula, desde su primera presidencia, cuando ya pergeñaba este protagonismo internacional activo (en aquel entonces, también incluía al turco Recep Tayyip Erdogan).
Pero de aquellos BRICS a estos hay tres cambios de importancia vital: la Rusia de Vladimir Putin es hoy una potencia beligerante contra la OTAN; la India de Narendra Modi vive una espiral ascendente de nacionalismo étnico-religioso con intenciones de liderazgo regional (y con bomba atómica a disposición; ya hablaremos de ello en este espacio); y la China de Xi Jinping ha ratificado el liderazgo de éste, para un inédito tercer período presidencial, en el Congreso del Partido Comunista, en cuyo discurso principal Xi expresó la intención de que el gigante asiático sea la primera potencia mundial para 2049.
Lula ya ha dado algunas muestras muy significativas: en el Consejo de Seguridad de la ONU votó, junto a Rusia y a China, para que se inicie una investigación independiente sobre el sabotaje que sufrió el gasoducto Nord Stream, que va por debajo del Mar Báltico, a propuesta de Rusia, que sostuvo que había sospechas sobre terrorismo ucraniano con asistencia occidental. La investigación no llegó a aprobarse, pero Brasil -junto a China- se mostró claramente al lado de Rusia. Lula tampoco firmó la condena a Putin propiciada por Biden en la Cumbre de la Democracia (que sí firmó el presidente Alberto Fernández, bastante vergonzosamente). Se negó, además, a enviar armas a Ucrania ante el canciller alemán, Olaf Scholz. Y, por último, invitó al canciller ruso, Sergei Lavrov, a visitar Brasilia (con lo que, entre otros fuertes gestos simbólicos, quiebra el aislamiento internacional ruso decidido por EEUU y la Unión Europea).
Frente a este escenario, Lula da Silva, cuya estrategia no es de manual de escuelas de diplomacia sino de talleres de tornería metalúrgica, decidió meter una cuña, al menos hasta que semejantes tormentas dejen paso a un aire más claro. Y lo hizo a su manera: buscó a una de las personas de su mayor confianza personal, Dilma Rousseff -la ahora rehabilitada ex mandataria expulsada del poder por un golpe de mano parlamentario de la derecha- y la impuso como presidenta del Banco de Desarrollo de los BRICS, en Shanghai. Y con ese sólo pase intervino en los tres elementos principales de la nueva situación.
Hoy, viernes 14, Lula se reúne con Xi. Y no fue a China solo ni por brevísimas 24 horas, como cuando viajó a Washington y se reunió con Biden: con él van congresistas, dirigentes del PT, y una veintena de grandes y medianos empresarios brasileños.
Estados Unidos intenta limitar al máximo la participación de China en América Latina; Lula se hace el distraído, y le abre las puertas a Pekín.